09 octubre 2011

visitas


había conseguido olvidarlo. por ese motivo abrió la puerta sin pensar. creyó que serían los de la fibra óptica. o los del gas. o los testigos de jehová, pero en ningún momento que podría ser él. hacía más de dos años que no sabía de él y durante ese tiempo habían sucedido demasiadas cosas. lo reconoció enseguida: se había dejado barba, estaba más delgado y moreno, pero reconoció el olor, el brillo de los ojos, la sonrisa extraña. maldijo en voz baja no haber mirado por la mirilla un segundo antes, ni que fuera para estar un poco preparada, si es que había forma de preparase para algo así.
él la saludó e hizo un intento de abrazarla, aunque se quedó sólo en un intento torpe. luego esperó a que ella dijera algo. algo como “qué alegría” o “adelante”, pero ella no dijo nada, sólo retrocedió unos pasos, como invitándolo a entrar. él lo hizo a paso lento, titubeante, como si no reconociera el espacio y esa fuera su primera visita. ella lo seguía, fijándose en los mismos objetos que observaba él: el cactus muerto, la silla coja, los libros apilados, la alfombra raída.
le señaló el sofá y él se sentó con la espalda erguida, las piernas juntas y los brazos pegados a las costillas. ella miraba al suelo; no atinaba a comprender cómo se le había ocurrido semejante idea, presentarse así, como si nada. le preguntó si le apetecía tomar algo y él contestó que un vaso de agua. ella se apresuró a la cocina, aliviada de poder alejarse, ni que fuera unos segundos, unos pocos metros. allí intentó poner en práctica las respiraciones que le habían enseñado en ese curso de yoga cuando notaba que el aire no entraba en sus pulmones, pero la teoría no funcionó y se puso aún más nerviosa. desenroscó el tapón de la botella de agua mineral, pero inmediatamente cambió de idea: él no merecía tanto. llenó el vaso de agua del grifo y regresó al salón, temblando de frío. él bebió el agua de un solo sorbo, con ese particular ruido que hacía al tragar y que ella recordaba bien. sus manos sudaban y sentía ganas de correr hacia la puerta, pero lo último que deseaba era que él notara su agitación. decidió no encender ese cigarrillo que el cuerpo le pedía con urgencia y que hubiera delatado su turbación. permanecieron en silencio unos minutos. el vecino de arriba le gritaba de nuevo a su hijo adolescente. los gritos continuos les evitaron tener que hablar unos segundos más hasta que, forzado a romper el silencio, forzando una sonrisa, él preguntó: 
—bueno… ¿y qué tal te van las cosas? ella lo miró por primera vez a los ojos, directamente, sin pestañear. hubiera preferido el silencio tenso, los gritos del vecino, pero recordó que ella, ni probablemente nadie, le habrían contado lo ocurrido después de su marcha.  


                               
pensó que sería más fácil no avisar, aunque podía no encontrarla en casa o que no quisiera abrir la puerta. prefirió correr el riesgo, no darle tiempo a pensar, a decir que no. no reconoció al portero cuando entró y, una vez en el rellano, dudó en llamar al timbre o con los nudillos, como había hecho siempre cuando olvidaba las llaves. decidió hacerlo con los nudillos, con suavidad, para no alarmarla. mientras esperaba inhaló aire un par de veces y lo expulsó tan lentamente como pudo. habían pasado dos años, pero ahí plantado, delante de la puerta, le dio la impresión de que hacía mucho más. ella abrió poco después. tenía el pelo más largo, ojeras y estaba pálida. pensó que tal vez se había acabado de despertar o se recuperaba de una gripe. tragó saliva y sonrió, esperando que ella hiciera lo mismo, aunque no fue así. ella retrocedió unos pasos y él interpretó el gesto como una invitación a pasar. avanzó con paso inseguro, sin saber todavía qué decir. se sentó en una punta del sofá y pidió un vaso de agua cuando ella le preguntó, aunque hubiera deseado algo más fuerte para calmar el cosquilleo del estómago. mientras esperaba a que regresara de la cocina tuvo la impresión de que el salón era más grande. había menos muebles y no estaba la fotografía de los dos en esa playa de grecia, aunque la marca alargada y amarillenta del celo seguía allí, ensuciando la pared desnuda, como único recordatorio de un pasado común, lejano y torcido. observó sus manos temblorosas cuando ella regresó y le dio el vaso de agua. la invitó a un cigarrillo, pensando que tal vez esto podría tranquilizarla, pero ella contestó que ya no fumaba, que lo había dejado hacía mucho tiempo. él la felicitó y dijo que en su caso aún no había podido desengancharse. luego guardó el paquete en el bolsillo de la chaqueta. las voces de un vecino enfadado traspasaban las paredes y llegaban a ese salón silencioso y vacío. bebió un trago largo y carraspeó antes de preguntar cómo iba todo. sintió los ojos oscuros de ella apuntándolo por primera vez desde que había entrado. esperó unos segundos a escuchar una respuesta, manteniendo la frágil sonrisa que decaía. se fijó de nuevo en las manos huesudas y agrietadas de ella y, un poco más arriba, a la altura de su muñeca izquierda, vio las marcas rojizas, cicatrizándose. incapaz de disimular contó uno, dos, tres, seis largos y finos cortes. 

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