un paquete diario, mínimo
del tabaco más negro que me venda la estanquera
horrorizada por mi tos seca y persistente.
“son cuatro con treinta”, me dirá la chica
y yo le entregaré un billete, sin esperar el cambio
y encenderé el cigarrillo al lado de la puerta acristalada de su pequeña tienda
y aprenderé a hacer aros de humo que se dispersarán con el viento
y mentiré al médico cuando me mire, desconfiado,
y pregunte si he comenzado a fumar.
cuando tenga el cabello blanco
iré todos los viernes a la peluquería y me sentaré entre las otras mujeres
y contemplaré con más pena que envidia
su pelo liso vuelto rizo
su afán para esconder, retocar, simular
y obviar esa evidencia que seré yo,
esperando mi turno,
adormilada y senil.
puede que también calva.
me desagradará mi nuera por ser tan flaca
y luego tan gorda
una descarada y años después, una pánfila recatada.
mi hijo merecía alguien mejor, pensaré al verlos abrazados
y es probable que inmediatamente recuerde a mi madre
susurrando eso mismo a tía inés, en un rincón de la cocina
cuando yo salía por la puerta, deprisa, las tardes de los domingos
deseosa del mismo abrazo
igual de flaca
igual.
y tendré un bastón de madera oscura y mango metálico
que soportará mi peso infantil, mi espalda encorvada
mi mente lenta, oxidada
un chal negro de segunda mano y una cruz cromada.
también una cruz cromada
yo, que nunca había creído en dioses ni cielos
ni salvación ni paraíso
rezaré a quien sea
todas las noches
por si acaso:
“espérate unos días. déjame ir a benidorm
comer lo que no debo de un buffet hipercalórico
remojar mis pies en el agua tibia
bailar al son de una orquesta que desafina
unos días sólo,
¿lo harás?”
cuando sea una anciana me colaré en la cola del supermercado
pretenderé no saber cuando los impacientes
me acusen de no respetar
ni orden ni normativa ni instrucción
y cuando suba a cualquier vagón de tren
y nadie me ceda su asiento
señalaré el reglamento con mi palo,
ese palo más fiable que esas dos piernas
huesudas, endebles, flácidas y agrietadas
y despotricaré como los impacientes del supermercado
“esta juventud
esta educación
esta falta de respeto.
yo a su edad ya había”.
cuando sea muy mayor.
pero mientras tanto, bebo dos litros de agua al día.
Me ha sorprendido mucho el final. Para nada lo esperaba. Genial.
ResponderEliminarSiempre saboreo en tus textos ese cóctel entre cínico y brutalmente honesto. Esa clarividencia de la que siempre haces gala hilia. Y también, y es con lo que más suelo empatizar, la resignación, un tema recurrente en tus poemas y narraciones.
Vamos, que yo también bebo dos litros de agua al día.
Cuando seas mayor difícilmente seras o harás eso porque ya has alejado de ti la tentación mencionándolo con ironía, desmenuzando la decadencia de las que envejecen mal. Vaya repaso les has pegado. Es curioso pero ya encuentro amigos que se quejan como tu entrecomillado y no llegan a viejos. No, no voy a caer en el viejo encanto de la lucha intergeneracional. Lo miraré con ironía like you.
ResponderEliminarTus escritos me enganchan. Hacen que lea cada palabra, lentamente para imaginar bien la historia, pero a la vez mi cabeza quiere leer rápidamente para saber qué ocurre.
ResponderEliminarNunca había leído algo parecido relacionado con la vejez.
La tercera edad es bonita, a su manera, con toda esa imagen de experiencia adquirida y caramelos de contrabando.
ResponderEliminarDespués los conoces, y ya.
UN RELATO EXCELENTE. UN TEMA IMPROPIO DE LA EDAD, PERO CON UNA RELEVANCIA MAGNIFICA.
ResponderEliminarUN ABRAZO