la mañana de la fiesta había
estado lloviendo copiosamente durante horas. mi padre estaba nervioso y temía tener que
anular todo, pero al fin, al mediodía, cuando llegó la furgoneta del catering,
se despejaron las nubes y acabó apareciendo un sol radiante y cálido típico de
principios de junio. en pocos minutos la temperatura subió y la hierba recién
cortada del jardín se secó. en menos minutos aún, teníamos una pequeña carpa en
el centro del patio, con mesas adornadas con manteles blancos y una decena de platos con
bocadillos, galletas, bizcochos y bebidas frescas.
mi padre se había encargado de todo
y desde hacía un mes me había estado llamando casi cada día para ir contándome
las nuevas ideas que se le iban ocurriendo. estaba tan entusiasmado que no
quise ponerme pesada recordándole que tal vez a mamá no le hiciera tanta gracia esa fiesta. ni
ninguna otra, en realidad, ya que ella siempre había preferido las
celebraciones un poco más íntimas. mi padre sin embargo no parecía creer lo mismo y aseguró que ese día bien merecía algo más especial que una simple cena en el
restaurante de la esquina.
mientras colocaba los ramilletes de margaritas en cada mesa y aparecían los primeros invitados, llamó a mi madre para
saber cuánto rato más tardaría en llegar. la conversación duró apenas unos segundos
y al colgar, inquieto y exaltado, comenzó a darnos órdenes, mascullando algo entre
dientes y moviéndose a lo largo y ancho del jardín, hasta tropezar con una
botella de vino que se rompió y manchó uno de los manteles.
-¿quieres hacer el favor de
tranquilizarte? mira lo que has hecho – dije, señalando la macha roja extendida
en la superficie de la mesa .
-lo que me faltaba.
-papá, por favor, cálmate, es sólo
una fiesta.
-lo sé, pero quiero que todo salga
bien.
-y así será, si no terminamos en un
hospital antes.
-¿puedes ir a por un mantel limpio?
-sí, claro. ¿y tú puedes sentarte un
rato?
-llega en menos de diez minutos. no
han llegado ni la mitad de los invitados y todavía faltan los músicos.
-¿músicos? no me habías dicho nada
de músicos.
-era una sorpresa.
negué con la cabeza.
-¿cuánto te has gastado en todo
esto?
-¿qué más da esto ahora? ¿puedes ir a
por el mantel, por favor?
-¿dónde los guardáis?
-pues dónde siempre, dónde va a ser
si no. y date prisa, tenemos diez minutos solamente.
consiguió ponerme nerviosa a mí
también y apresuré mis pasos hacia la casa, abriendo todos los cajones en los
que recordaba haber visto un trozo de tela que sirviera para tapar la mancha de
la mesa. cuando los encontré, barajé la posibilidad de coger el que solíamos
usar en navidades, un mantel blanco con la puntilla plateada y cosida a mano,
pero recordé que ese mantel sólo se usaba ese día en concreto y no quise
compartirlo con el resto de invitados, algunos de los cuales ni tan siquiera
conocía, así que lo volví a doblar y lo coloqué con cuidado en medio de otras telas. fue
entonces cuando con la punta de mis dedos rocé un trozo de papel, situado al
fondo del cajón. lo cogí sin dudar. aunque hacía años que no vivía con mis
padres, siempre me había sentido con el derecho de abrir puertas, armarios y
cajones, como cuando era pequeña y rebuscaba los regalos de navidad o jugaba al
escondite con mis hermanos. o tal vez es que estaba convencida de estar en una
casa donde no existían los secretos y que, por esa misma familiaridad, nada
podría extrañarme. era un sobre blanco y alargado, sin cerrar. tampoco dudé en
mirar dentro y ver el contenido: un billete de avión, para ese mismo día, a
nombre de mi madre. comprobé la hora: eran las tres y nueve de la tarde. el
vuelo salía a las doce menos veinte, con destino a nueva delhi y escala de dos
horas en frankfurt. volví a guardar el sobre en el mismo lugar y fui hacia el
jardín, con una sonrisa delatora.
-¿dónde está el mantel? – preguntó
mi padre al verme sin él.
-no me habías dicho nada del viaje.
-¿qué viaje? ¿y el mantel?
-¿qué viaje? – insistí yo.
-¿qué te pasa ahora? ¿no encontrase
el mantel?
mi madre llegó poco después. había
sólo una decena de invitados que aún no habían tenido tiempo de dejar los
regalos y los músicos estaban afinando los instrumentos distraídamente. tal y como
había previsto mi padre, entró por la puerta del jardín trasero, con prisas y
mirando al suelo. a todos nos sorprendió su nuevo corte de pelo y el color rojizo
con el que había decidido teñirse, resaltando más aún sus ojos verdes y su piel
pecosa. mi padre se apresuró a su encuentro, intentando disimular, en vano, que
prefería su media melena castaña lisa y clara, mucho más discreta. al besar la
mejilla de su esposa le susurró que estaba preciosa. ella apartó la cara y
preguntó, seria y confundida, qué era todo aquello.
a pesar de la reticencia inicial, mi
madre consiguió relajarse un poco y aunque se la notaba cansada e incómoda por
tanto revuelo, abrazó y jugó con sus nietos y bromeó con todos los que
preguntaban qué iba a hacer ahora, con tanto tiempo libre.
-no sé, supongo que haré todo lo que
no he tenido la oportunidad de hacer hasta ahora, ganchillo, macramé… esas
cosas de abuela – contestaba automáticamente, como si fuera la respuesta que
todos esperaban escuchar de ella.
-eso es lo mejor de estar jubilados.
que ahora tenéis todo el tiempo del mundo.
-sí, ahora lo tengo.
puede que al resto se le pasara por
alto. o simplemente no le dieran importancia. o tal vez no hubieran descubierto
un billete de avión a su nombre, escondido debajo del mantel de navidad, pero
en su respuesta, maquinal y mecánica, mi madre había excluido a la persona que
en ese mismo instante pedía paso con un enorme pastel entre las manos. e
inmediatamente, viéndolo ahí, intentando mantener el equilibrio y tapando las
velas con una mano, también comprendí que mi padre no tenía ni idea de la
existencia de ese viaje, guardado en el cajón de los manteles.
la primera vez que pillé a mi madre
mirando su reloj de muñeca, el mismo que le habíamos regalado hacía cuatro años
para su cumpleaños, fue justo después de cortar el pastel. eran las seis y
seis. lo hizo disimuladamente, aprovechando que se quitaba una mancha de helado
que había caído en su brazo alzando a su nieto más pequeño. cuando levantó la
vista y me vio mirándola, me sonrió como millones de veces lo había hecho
antes, dejando entrever sus dientes blancos y arrugando su nariz de una forma
un tanto cómica. no sé si fue con mala intención o inconscientemente, pero por
primera vez, después de saludarnos, me acerqué a ella.
-¿va todo bien? – pregunté, sin
saber qué esperar como respuesta, ni sin saber exactamente a qué me refería yo con
esa pregunta.
ella contestó con un escueto “sí” y
me abrazó por la cintura. todavía podía oler al perfume que se había puesto
para ir a trabajar en su último día. no fui capaz de
preguntar nada más, ni ella tuvo la necesidad de contarme si en realidad iba o
no todo bien.
los invitados comenzaron a marcharse
a las siete de la tarde, cuando el sol ya no daba al jardín y se había
levantado un viento fresco e incómodo. cada
vez que mi madre les acompañaba a la puerta y les agradecía la visita, miraba
su reloj, ahora ya sin disimulo alguno, como si quisiera que todos se dieran
cuenta de que era la hora de marcharse, y permitirle así continuar con sus
planes, fueran los que fueran. sus gestos, su cara y sus palabras, que durante
la velada había logrado mantener distendidos, ahora eran tensos y crispados e
incluso cuando ya sólo quedaba el último grupo de convidados, hablando con mi
padre que parecía que no quisiera que la velada terminara, ella se apresuró a
saludarles con la mano, a distancia, y entró deprisa en la casa. esta vez fui
yo quien miró el reloj; eran las ocho menos diez. esperé como un perrito a su amo,
plantada delante de la puerta, incapaz de entrar, de moverme o de llamar a mi
padre y contarle algo que ni tan siquiera sabía si era verdad. esperé lo que me
pareció una eternidad, aunque seguramente no fueron más de cinco minutos, hasta
que mi padre interrumpió mis pensamientos y mis temores.
-¿me ayudas a poner un poco de
orden? – me preguntó, con esa sonrisa boba que contrastaba con mi expresión
desconcertada.
comenzamos a retirar los vasos
vacíos y los platos de papel con trozos de tarta en silencio. cuando los hubo
colocado todos en la bandeja me pidió que los dejara en la cocina mientras él
desplegaba las mesas. no me apetecía entrar en esa casa y encontrarme a mi
madre, pero obedecí porque sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo, ni
que fuera para despedirme de ella. una vez dentro no me sorprendió ni el
silencio, ni la oscuridad, ni el cajón de los manteles entreabierto. me dirigí
a la cocina y dejé la bandeja encima de la encimera. al darme la vuelta me
asustó verla detrás, abrigada con un jersey fino y un pañuelo azul en el
cuello.
-no te preocupes, hija. déjalo tal y
como está.
-es sólo un momento.
-déjalo, por favor.
me dio la sensación de que su
reiteración se debía no tanto a la gratitud por mi ayuda, sino a sus ganas de
quedarse a solas con mi padre, de poder darle por fin la noticia de sus
intenciones, de largarse y perdernos a todos de vista. me enfadé. quise
sacudirla, abofetearla, decirle que las cosas no se hacían así, que uno no
podía desaparecer como si nada y que tenía que pensar un poco en los demás, en los
que nos quedábamos, en los que nos tocaría recoger los pedacitos del suelo e
intentar recomponerlos. quise abrazarla y suplicarle que lo pensara de nuevo,
que lo habláramos tranquilamente, que seguro que había una solución intermedia,
pero al final sólo me sequé las manos con un trapo de cocina y bajé la mirada.
-bueno, como quieras. me voy a casa,
pues.
le di un beso en la mejilla, sin
casi tocarla, y salí al jardín con un nudo en la garganta que mi padre ni tan
siquiera advirtió.
no quise coger el autobús y llegué a
casa después de un largo paseo que sólo consiguió arrancarme unas lágrimas de
rabia e impotencia. abrí la puerta a las diez menos cuarto, dos horas antes de
que saliera ese avión, y me senté en el sofá, al lado del teléfono, ajena a los
insistentes maullidos de mi gata que reclamaba su comida. cuando sonó el timbre
del teléfono, media hora después, no pude evitar sentir de nuevo ese nudo
asfixiante en la garganta y un temblor febril en todo el cuerpo.
-¿estabas durmiendo ya? – preguntó mi
padre, con un tono de voz apacible que no esperaba.
-no, aún no. estaba leyendo.
-sólo quería darte las gracias. te
has marchado tan deprisa que no me ha dado tiempo.
-no me tienes que dar las gracias,
papá.
-ya lo sé, pero me apetecía hacerlo.
no te entretengo, que ya es tarde. ¿vendrás el domingo a comer?
me quedé un instante callada.
-¿hola?
-sí, sí, claro. vendré.
-estupendo, pues hasta el domingo.
buenas noches, hija.
cuando colgué no conseguí sentirme
más aliviada, ni más feliz, ni tan siquiera más agradecida. me quedé sentada
unos segundos, intentando adivinar qué había pasado por la cabeza de mi madre
en las últimas horas. sentí lástima por ella, por mi padre, por mis hermanos y
por mí. después rellené el cuenco de comida para la gata, fui al baño, abrí el grifo de la ducha y esperé a que la temperatura del agua fuera la ideal.
Me ha gustado leer sobre esta fiesta sorpresa que pone en evidencia a las fiestas en general o por lo menos a las que se celebran a toda costa y sin valorar si hay realmente algo que celebrar. Al final todo el cuento es un carnaval donde la que menos se disfraza es la madre que mira el reloj(pero sólo se da cuenta su hija). Y a pesar de la tristeza las rutinas no pueden parar y comprueba la temperatura del baño... Como la vida misma.
ResponderEliminarGracias preciosa Hilia, por hacerme siempre babear con tus textos. Una fiesta siempre leerte.
ResponderEliminarUn beso y dos...