27 agosto 2018



No es simplemente, entre comillas, tristeza, del mismo modo que uno se siente triste en un funeral o en una película. Es más algo que se cierne sobre ti de pronto. Una cosa intemporal. Igual que la luz en invierno antes del crepúsculo. O que, muy bien, como cuando, digamos, en el clímax del acto sexual, en el mismo clímax, cuando ella empieza a correrse, cuando está reaccionando realmente a lo que le haces y tú puedes ver en su cara que se está empezando a correr, y sus ojos se ensanchan de esa forma que denota tanto sorpresa como reconocimiento, algo que ninguna mujer viva puede fingir si la miras directamente a los ojos y la ves realmente, ya sabes de qué estoy hablando, ese momento culminante de máxima conexión sexual humana en que te sientes más próximo a ella, te sientes con ella, mucho más cercano y real y extático que tu propio orgasmo, que siempre se parece más a soltarte involuntariamente de la persona que te está agarrando para evitar que te caigas, un simple estornudo neural que ni siquiera está en el mismo distrito que el orgasmo de ella (y ya sé lo que vas a decir a esto, pero te lo diré de todos modos), pero incluso en ese momento de conexión máxima y triunfo conjunto y placer por conseguir que la mujer empiece a correrse se abre un lapso de tristeza infinita, ese momento en que se pierden en sus propios ojos y sus ojos se abren al máximo y luego cuando empiezan a correrse y a gritar se cierran, los ojos, y tu sientes la diminuta y familiar aguja de la tristeza dentro de tu entusiasmo mientras ellas se encogen sobre sí mismas y cierran los ojos y notas que han cerrado los ojos para dejarte fuera, te has convertido en un intruso, ahora están unidas con la propia sensación, con el clímax, y detrás de esos párpados cerrados los ojos se han dado la vuelta por completo y están mirando fijamente hacia su propio interior, a algún vacío al que tú las has enviado pero no puedes seguirlas. 

Entrevistas breves con hombres repulsivos, D. F. Wallace 

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