23 agosto 2018

cogí el tren de las ocho


no sé si te interesará saber que cogí el tren de las ocho. ése fue el tren que cogí. tenía previsto llegar a madrid a las 10.40h, aunque ni la hora ni la ciudad de destino me importaban en absoluto. yo sólo quería subir a un tren, alejarme, y también quería quedarme en tu ciudad y suponer que todo había sido un gran mal entendido. había llorado más en un día que en todo 2018, eso creo que te lo dije. no lo recuerdo bien. sí recuerdo el calor, el ruido sofocado de alguien trasteando en la cocina y a tus vecinos tirando la basura por el balcón. mi asiento era el 8a, coche 8, por si quieres más señas. me alegró saber que estaba al lado de la ventana. con girar un poco la cabeza hacia el paisaje nadie iba a advertir si lloraba o algo de esa tierra seca había llamado mi atención. subí mi maleta al portaequipajes. apenas pesaba. te había dado todos los regalos dos días antes y ahora sólo me llevaba de vuelta el bañador que no había usado y un par de libros que tal vez iba a leer mientras tú te echabas la siesta. ahora no, ahora no, ahora no, me dije cuando noté que me temblaba la barbilla por un recuerdo que ni tan siquiera había sucedido. fue inútil. giré la cabeza. la primera lágrima cayó en la rodilla. en el andén había una pareja que había abierto su maleta y buscaba entre la ropa y un señor con traje mirando su móvil. la segunda se detuvo en la comisura de los labios. este es mi sitio. me giré con los lagrimones en las mejillas. era tan inútil disimular. este es mi sitio, repitió alzando su billete. saqué el mío del bolso, me sequé las lágrimas y le dije que también era el mío. no, tú deberías estar en el coche 9, dijo, ése es tu sitio, no este. guardé mi billete, asentí sin despegar la vista del suelo, susurré gracias, perdón, vaya, adiós, gracias.  cogí mi maleta ligera, sin tus regalos, y salí al andén como si en realidad hubiera cambiado de idea, como si la llegada a madrid a las 10.40h pudiera retrasarse cuatro, siete, once días. te aseguro que lo pensé. te aseguro que di un paso en la dirección contraria al coche 9 y luego me detuve y tragué saliva y me acordé del camino a tu casa, cuesta arriba, media hora a paso lento en línea recta. estarías durmiendo y no habrías leído aún mi nota.
cuando el tren arrancó cerré los ojos. señores pasajeros, gracias por escoger nuestros servicios. apreté la mandíbula y me tapé la cara con las dos manos. las noté pegajosas y frías. no me había duchado en dos días. tampoco me había cambiado de ropa. cuando las aparté ya no había estación ni andén ni señor con traje y móvil. no había posibilidad de bajarse y desearte los buenos días. darte un abrazo y notar cómo chocaban los huesos de nuestras caderas estrechas. las afueras: edificios altos de ladrillo rojo, huertos descuidados, casetas de madera vieja, techos hundidos, malas hierbas. las afueras: el polvo arenoso en los columpios, un zapato abandonado junto a una botella de plástico, una canción de hace seis años. la despedida antes de tiempo. la misma camiseta de flores blancas, arrugada y húmeda con la que había llegado hacía tan pocas horas.

¿te puedo contar algo más? no recuerdo cómo llegamos a madrid. recuerdo los campos, un pantano verdoso, fragmentos de conversación sobre un jugador de tenis famoso, alguien que tosía. recuerdo mirar el teléfono una vez y otra, secarme la cara empapada cada vez que pasábamos por un túnel, revisar la hora y preguntarme si te habrías despertado, si habrías visto mi nota, si mi ausencia te habría perturbado de algún modo, por nimio que fuera. recuerdo que una señora se sentó a mi lado y dijo algo en francés y yo la miré y ella dijo algo más, esta vez en castellano, y yo negué con la cabeza porque era lo único que podía hacer: negar, negar, negar y luego ella se cambió de asiento porque imagino que mi aspecto, mi olor, mi sombra eran demasiado lúgubres para esa mañana de agosto. llegamos a madrid. a las 10.33h. se formaron colas para salir antes de que el tren se detuviera. todos tenían un lugar al que ir. yo fui la última en levantarme. no quería salir. salir de ese vagón silencioso era alejarme más, esta vez por mi propio pie, un paso y después otro, bien consciente de que caminaba en la dirección equivocada. un paso y después otro hacia todo aquello que no habíamos planeado. uno y después otro como si tuviera alguna indicación de lo qué hacer a partir de ese momento. busqué un banco, eso hice. permanecer sentada algún tiempo más, sin tener más responsabilidad que respirar y acostumbrarme al temblor de mi cuerpo. encontré uno justo delante del panel informativo de salidas: ahí estaba tu ciudad, ahí la mía. 900 kilómetros de distancia (996, me corrige google). ni tan siquiera teníamos ya eso en común. entonces sonó el teléfono. me sobresalté. tu nombre en la pantalla. ahora no, ahora no, ahora no. sentí que no iba a estar a la altura de esa despedida. dónde estás, me preguntaste. tu voz sonaba suave y triste. pocas cosas decía en la nota que te escribí: que te cuidaras mucho y que no me llamaras ni me escribieras. no había otra forma, preguntaste. creo que también había escrito gracias por todo. quizá sólo gracias. por qué así, preguntaste. escribí que lo sentía mucho. cuando nos volveremos a ver, preguntaste. escribí que no podía quedarme. cuando nos volveremos a ver, repetiste. escribí que te quería. dejaste de preguntar. ¿sabes? lo hice lo mejor que supe. luego colgué, o puede que colgaras tú primero. sí, seguramente lo hicieras tú primero porque cuando pronuncié tu nombre ya no seguías ahí, esperando. guardé el móvil. la primera lágrima cayó en el suelo grisáceo de atocha. alcé la vista. el tren hacia tu ciudad ya no estaba en el panel informativo. para el mío faltaban dos horas y media. el tiempo suficiente, quizá, para encontrar un motivo distorsionado para cogerlo. la segunda cayó en la camiseta arrugada y húmeda. 

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