02 marzo 2018

de espaldas

el uniforme le queda corto. los tobillos, anchos y peludos, asoman por debajo del dobladillo del pantalón. la camisa le aprieta por los costados y las axilas y las mangas de la chaqueta le quedan a medio brazo.
-qué guapo estás –susurra mariela.
-¿tú crees?
ella le besa la mejilla y sale de la habitación contestando un sí que se pierde entre los ladridos de gata, la perra que adoptaron hace cuatro años.
-yo creo que me han dado una talla menos. ¿no crees que es una talla menos? –grita dándose media vuelta delante del espejo y haciendo una mueca de desapruebo.
mariela no responde y gata ladra con insistencia, exigiendo caricias y atención. rubén pasa por su lado sin mirarla. si al menos pudiera conseguir una chaqueta más grande para esta noche, estaría más cómodo, más centrado.
-¿has visto mi móvil?
-encima de la mesa, amor.
-voy a llamar a vicente. a ver si tiene una talla más grande que le sobre. esta me aprieta de aquí y de aquí. apenas puedo moverme. ¿lo ves?
mariela alza la vista de su pantalla y asiente sólo para que se quede tranquilo.
-¿sí, no? –insiste él- ¿o tú me ves bien?
-ay, amor, qué pesado te pones a veces.

el trabajo es fácil y está bien pagado. entró gracias a vicente, que aseguró a los de arriba que su amigo era un tipo responsable y serio. y lo es. nunca, desde que comenzó, hace un año y medio, ha llegado tarde, se lleva bien con todos sus compañeros y no causa problemas. gracias a eso, en estos últimos meses, le permiten, de vez en cuando, escoger donde trabajar.
-nada de segunda, ni estaciones de metro, vicente. ahí abajo, sin ver la luz del día, me entra claustrofobia y me agobio mucho. un día casi me desmayo del calor que hacía. y la gente. y el griterío.
-entonces, ¿qué?
-hombre, si pudiera en primera, no te digo que no.
vicente se ríe.
-claro, claro, en primera, anda que no sabes tú. cómo si ahí no hubiera gente ni griterío.
-es otra cosa. nada que ver.
-veremos lo que puedo hacer. ¿no te importa trabajar los domingos?
rubén sonríe. no cree que lo haya conseguido tan fácilmente.
-domingos, sábados y lo que haga falta.

así que ahora mariela se ha quedado sin los paseos que daban por el parque grande, cogidos de la mano, en silencio o hablando de lo que iban a cenar por la noche, compartiendo un helado o un cucurucho de castañas. no se queja, el dinero les hace falta, pero lo echa de menos. le compensa verlo feliz, inquieto desde primera hora de la mañana, haciendo rabiar a gata y acicalándose a conciencia delante del espejo del baño. cuando se despiden en la puerta ella siempre le hace la misma broma:
-hoy sales seguro. hazme una señal, ¿de acuerdo?
y rubén repite siempre la misma respuesta:
-¡pero si yo no soy la estrella!
-levanta una ceja o tócate la nariz. –continúa ella- o mejor aún, ¡mándame un beso!
-sabes que no puedo. me despedirían al instante.
-eres un soso, rubén. tu trabajo es más importante que yo.
él la besa y baja por las escaleras, para apaciguarse un poco, aunque sabe que la calma durará poco tiempo. ella busca con el mando la cadena que dará el partido y se acurruca en el sofá. gata no tarda en subirse y ambas se duermen hasta que alguno de los equipos marca el primer gol y el estruendo de gritos y aplausos las despiertan de golpe.

el único partido en el que rubén sintió miedo fue hace ocho meses. se rumoreaba que el árbitro había sido comprado y que iban a recompensar a los jugadores generosamente. el campo, lleno por primera vez en semanas, ofrecía un césped escaso y seco y algunas de las sillas descoloridas tenían el respaldo roto. cuando el árbitro sacó la primera tarjeta roja, diez minutos después de que comenzara el partido, los himnos dieron paso a los insultos. alguien lanzó un mechero que cayó a los pies de rubén. él miró a su alrededor. centenares de caras crispadas y enrojecidas, escupiendo “hijo de puta” al árbitro. puede que a él también. ignoró el mechero, pero no pudo evitar sentir un escalofrío que le recorrió la espalda y terminó en su nuca rapada. apretó los puños con disimulo, separó un poco las piernas y alzó ligeramente la barbilla hacia el cielo nublado, recordando el consejo que le había dado vicente y que, en su opinión, no fallaba nunca.
-si te ven seguro, no se atreverán a nada.
separó un poco más las piernas, pero la sensación de que algo iba a suceder no se le pasó.
cuando los abucheos ensordecieron sus tímpanos intuyó una nueva injusticia, esta vez mucho más grave. qué puede ser más grave que una roja, se preguntó sin dejar de observar las muecas, los gestos, las bufandas pisadas en el suelo, algún empujón airado. tragó saliva. algunos asistentes con niños se levantaron y abandonaron las gradas. un chico de no más de catorce años lloraba asustado. rubén comprobó que separar las piernas no servía como remedio y bajó la barbilla, aunque eso lo encaraba directamente a un público embravecido y soez. cuando por fin el árbitro pitó el final de la primera parte creyó que los ánimos iban a apaciguarse, pero fue justo entonces cuando alguien saltó al campo. al verlo por la tele, al día siguiente, junto a mariela que aún temblaba del susto, vio todo lo que había ocurrido a sus espaldas. las cámaras mostraban que ellos poco podrían haber hecho para detener aquella batalla campal que se desató en cuestión de segundos. martínez salió corriendo, en dirección al chaval, pero detrás de él lo siguieron un grupo de cuatro o cinco chicos, igual o más jóvenes. algunos con la cara tapada. a ellos se sumaron siete u ocho del equipo contrario. rubén reaccionó tarde. cuando finalmente se giró para ver a quién gritaba el poco público que quedaba en su zona, una treintena de personas estaban zurrándose delante de la portería contraria. nadie les echó una bronca. nadie les dijo que no habían hecho bien su trabajo. nadie los culpó de los doce heridos leves y los tres hospitalizados, pero mariela le suplicó que hablara con su jefe para que lo cambiaran de lugar de trabajo.
-¡pero si a mí me encanta estar ahí! –dijo él, sintiendo que estaba mintiendo, pero que prefería eso a bajar al metro.
-algún día uno de estos críos locos te sacará una navaja y verás lo encantado que estarás.
-estás exagerando. es la primera vez que ha habido lío, pero no es lo habitual y lo sabes bien. una navaja me la pueden sacar en el metro, en un museo o en un centro comercial. te la pueden sacar a ti en la calle cuando vas a por el pan.
mariela puso los ojos en blanco.
-además, esta vez casi salgo en la tele.
el domingo siguiente regresó a un campo de segunda. el equipo local perdió por siete a uno, pero jugadores, entrenador y aficionados admitieron que había sido un resultado justo.

comparte vagón con hinchas del equipo visitante que lucen sus camisetas de manga corta, a pesar de los nueve grados en la ciudad. han derramado cerveza en el suelo, ahora pegajoso y ennegrecido. rubén siente el hormigueo en el estómago, no tanto por el trabajo, sino por el partido. la final. hacía ocho años que el equipo no llegaba tan lejos y les basta con marcar un gol para proclamarse campeones. un gol solamente, se dice mirando la tripa que sobresale por debajo de una de las camisetas del tipo que se ha sentado a su lado. un gol no es nada. y rissantini se ha recuperado de su lesión en tiempo record y creen que podrá jugar hoy. un gol y serán campeones. nunca ha trabajado en una final y sólo una vez entró en el campo, de excursión con el colegio, cuando tenía diez años. detrás de sus compañeros, escondido y disimulando, se arrodilló y arrancó un poco de hierba para llevarse de recuerdo y guardarla en su cajón de los secretos. también estuvo una semana rogándole a su padre que lo llevara al campo a ver un partido, como hacían todos los padres de sus amigos, pero tuvo que contentarse con la habitual pantalla del salón y una dosis extra de coca-cola que le sirvió su padre con la condición de que se callara un rato.
los del bar de enfrente de casa también se han enterado. no sabe cómo. tal vez mariela. en los últimos días lo han invitado a cafés y cañas cada vez que pasaba por delante. le han preguntado si lo conseguirían, si serían campeones, como si él tuviera un poder especial sobre el equipo y, escuchada su opinión, si podría conseguir alguna entrada, ni que fuera arriba del todo. durante unos días se ha sentido, o más bien le han hecho sentir, importante. él estará en el campo, en la final, a pocos metros de rissantini. menuda suerte. pues si no puedes conseguir una entrada, a ver si logras una camiseta firmada, para el crío.

al llegar a su parada el vagón se vacía y mientras avanza por el pasillo, a pocos pasos de los hinchas del equipo contrario, resuena el rugido de la multitud. el hormigueo, lejos de desaparecer, le perfora el estómago. tal vez no esté preparado para esto, piensa. tal vez me precipité. puede que mariela tuviera razón: un museo, un centro comercial… otra horda de visitantes pasa por su lado. hombretones de metro noventa y cien kilos, que llevan todo el día bebiendo cerveza.

vicente lo está esperando. lo saluda y lo mira de arriba abajo.
-¿qué le ha pasado a tu uniforme?
rubén siente la camisa pegada a las axilas sudadas. se excusa torpemente y vicente se ríe al descubrir sus tobillos desnudos.
-así no puedes salir, por dios. ¡menuda pinta y menuda imagen para la empresa!
rebuscan en las cajas de cartón arrinconada debajo de la mesa de su pequeño vestuario. los pantalones de talla extra grande se mezclan con chalecos que están en desuso. al final no queda más remedio que admitir que rubén saldrá al campo con lo puesto, pero tan pronto comienzan a inspeccionar los asientos, los baños y los pasillos en busca de paquetes sospechosos se han olvidado sus tobillos al aire.

a su derecha, a menos de dos metros, rissantini, calentando. a su izquierda, un poco más alejados, díaz, marques, kjügger y el míster, que no para quieto y da instrucciones a grito pelado. el partido hace veinte minutos que ha comenzado y rubén intuye todo lo que ocurre a través de las caras de los aficionados y de los propios jugadores que, sentados en el banquillo, gesticulan tanto o más que el míster. rubén está inquieto. sólo un gol. aprieta los puños. recuerda la postura indicada de vicente, pero es imposible permanecer quieto. cada vez que alguien en las gradas se levanta siente que por fin ha sucedido. un gol. sólo uno. cuando vuelve a sentarse le maldice interiormente y junta las piernas. el míster pasa por detrás de él, pidiendo calma a su equipo:
-chicos, chicos, jugad con la cabeza –les grita. 
rubén puede oler su perfume de lo cerca que está. nada más y nada menos que el míster. el mismo que jugó en este equipo hace veintisiete años. el mismo cuyo póster colgaba de la cabecera de su cama. el mismo que lo hizo llorar de pena cuando anunció que se retiraba.
-rissantini, mueve el culo –vuelve a gritar.
rissantini corre a su lado. rissantini va a salir a jugar. increíble. hace dos días era impensable que pudiera, después de la brutal entrada que recibió en el partido anterior. la grada ovaciona al delantero. lo llaman genio, dios, duende, el grande. aplauden con fervor y, como ellos, desea que sea él quien los lleve a la gloria. si puede ser, pronto. pero el gol no llega y el míster brama, chilla, se desgañita justo detrás del cogote de rubén.
-así, no, marques. así no –vocifera y rubén debe imaginar qué cagada habrá hecho el inútil de marques que hace tiempo que debería haber sido cedido a algún equipo de tercera regional.
la afición se impacienta, consultan sus móviles en busca de algo que se han perdido en el campo, miran el marcador, se arremangan las mangas, abuchean, protestan y tiran las cáscaras de las pipas al suelo. en algún momento los silbidos se multiplican. la afición se pone en pie y estiran sus cabezas para ver con claridad. se hace un silencio extraño. rubén nota que el corazón le late demasiado deprisa y tiene la camisa estrecha empapada. se dice que está trabajando, que debe calmarse, pero no funciona. separa las piernas, vuelve a juntarlas y se pregunta si será rissantini. si, tal vez, le ha pasado algo. una caída. tiene que ser eso. se ha lesionado. lo han lesionado. esa panda de vikingos no saben jugar limpio. el míster se ha alejado y sólo puede guiarse por las caras de espanto de los chavales que tiene en la primera fila. pero pasados unos segundos rissantini, o quien sea, parece que consigue levantarse. el público aplaude. si pudiera ladear un poco la cabeza. sólo un poco para ver si se trata de rissantini. levanta la barbilla. separa las piernas. aprieta los puños. un puñetero gol. alguien pide que corran más. otro pide calma. ya no puede distinguir de dónde vienen las ordenes. pero la calma no llega y la afición vuelve a levantarse. algunos se llevan las manos a la cabeza, otros se giran y prefieren no ver, los chavales de la primera fila brincan y se abrazan mucho antes de que el campo estalle en un clamor atronador. un gol. no hay duda. ha habido un gol. un gol de los suyos. de su equipo. de los campeones. los gritos no cesan. todos se felicitan y se abrazan. un gol. un golpe fuerte en la espalda lo desplaza unos pasos hacia delante. siente un dolor seco en las lumbares. se gira sin entender ni saber qué ha ocurrido. pegados a él, el míster, rissantini, bueyo y marques se abrazan e improvisan un baile sencillo. el míster, rissantini, bueyo y marques. decenas de flashes lo deslumbran. cámaras de todo el mundo graban la escena que millones de espectadores ven en sus hogares. los astros del fútbol, en primer plano, celebrando. rubén con su camisa estrecha y sudada y sus pantalones demasiado cortos, justo detrás, sonríe, levanta el brazo tímidamente y, con un poco más de decisión a medida que alza la mano y la despliega, le dedica un saludo a mariela. 

1 comentario:

  1. Desde luego es como haber estado ahí trabajando. Yo que lo hice hace años y "disfruté" de varios partidos así, lo sé. En mi cabeza pasaron vagamente esas ideas de película de terror que se ven en el relato pero luego decidí esconderlas. La tragedia siempre sobrevuela esos trabajos mal pagados y terribles. Cuando vemos todos esos petos amarillos en los campos de fútbol ni imaginamos la necesidad que hay dentro de ellos. O sí. Tú la has cazado al vuelo.

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