13 marzo 2014

los hombres invisibles

la segunda vez que la vecina del sexto bajó para preguntar si teníamos sal se lo conté a helena. estábamos cenando y recuerdo que mi comentario no le causó ninguna reacción. no es que yo la buscara ya que, sinceramente, tampoco sabía muy bien qué pensar. la muchacha tenía vecinos más cercanos y aunque la primera vez no le di ninguna importancia, la segunda, en una misma semana, sí que me dejó algo desconcertado. 
-¿qué vecina? – preguntó mi esposa sin levantar la vista del plato de guisantes. 
-la del sexto. la chica rubia. 
-¿la que pone la música tan alta los sábados por la mañana? 
-sí. 
-ah, bueno. a ésa lo que le pasa es que no se ha enterado de que juanjo ya no vive aquí. 
-claro. juanjo. cómo no lo había pensado antes. 
ella me miró un momento, extrañada, pero no dijo nada más y volvió a su plato de comida. 
antes de meterme en la cama, en el baño, con restos de pasta de dientes en la comisura de los labios, me miré en el espejo. obviamente no vi nada diferente de lo que había visto esa misma mañana, ni el día anterior. el reflejo de un señor de cincuenta y largos, con un poco de papada a pesar de sus intentos para mantener el peso a raya, tirando a calvo y las cejas pobladas me disipó todas las dudas: era a juanjo, nuestro hijo que se había ido a vivir con unos amigos hacía poco más de un mes, a quien hubiera querido encontrarse la vecina del sexto. 

pasaron justo diez días, diez días en los que me olvidé de ella porque me había quedado claro que su interés se centraba en mi hijo, hasta que volvió a aparecer. aun así debo admitir que al reconocerla por la mirilla de la puerta me puse nervioso y me peiné con los dedos los cuatro pelos que todavía me quedan hacia atrás. 
-perdona que te moleste de nuevo. – dijo cuando abrí la puerta. 
-no pasa nada, mujer. 
ella clavó su mirada en mi delantal de piñas y cerezas y yo escondí inmediatamente la tripa. 
-no, en serio. pensarás que soy una inútil, pero es… 
-para nada. – dije sin dejar que terminara la frase y sintiéndome un poco ridículo por haberla interrumpido, por mi delantal de piñas y cerezas y por esconder la tripa. 
-verás, es que me voy de viaje mañana y no alcanzo a coger la maleta de encima de mi armario y bueno, me preguntaba si podrías ayudarme. 
-por supuesto, faltaría más. para esto estamos los vecinos. 
los dos nos reímos como si aquella hubiera sido la mejor broma que escuchábamos en años. 
-espera un segundo que apague el fuego de… ahora mismo vuelvo. 
al llegar a la cocina tiré el delantal al suelo y maldije cien veces a la vecina, a la maleta, a la sal de hacía diez días, a mi hijo por no vivir en casa y por supuesto, a mí. luego recordé las clarividentes palabras de helena y deseé que hubiera estado allí para que comprobara cómo de equivocada estaba con todo el asunto. porque lo estaba, ¿no? abrí la nevera y busqué la botella de vino. puede que no. puede que sólo se tratara de una simple maleta y de un poco de sal. dejé la botella en la encimera, cogí las llaves de casa y cerré la puerta. 
-muchas gracias, de verdad. no sabes cómo te lo agradezco. – dijo la chica al verme. 
subimos por la escalera en vez de esperar el ascensor que llevaba dos días atascado entre la primera y la segunda planta, cosa que agradecí para no tener que compartir un espacio tan reducido con ella, aunque tener un primer plano de su culo, debajo de esos pantalones ajustadísimos a pocos centímetros de mi cara no ayudó en absoluto a mantener la calma. a ella no pareció importarle y casi puedo asegurar que aminoró la marcha sólo para que me recreara en sus formas redondeadas. mentiré si dijera que desvié la vista hacia cualquier otra parte y mentiré aún más si dijera que comencé a fantasear sobre lo que podría ocurrir en su casa. eran sólo dos pisos, pero ella llegó jadeando, a pesar de tener la mitad de años y de haber subido con muy poca prisa. pensé que estaba exagerando y, siendo sincero, no me importó en absoluto. a estas alturas me había olvidado incluso de la maleta. me condujo directamente a su habitación y casi no pude fijarme en las fotos en blanco y negro de ella, con muy poca ropa, colgadas a lo largo del pasillo. 
-perdona por el desorden. –se excusó cuando entramos en su cuarto- pero es que con esto del viaje no he tenido tiempo de nada. 
mientras me señalaba la maleta, encima de un armario no demasiado alto, conté dos bragas y un sujetador encima de la cama. por primera vez me quedé mirándola sin mediar palabra, sin buscar un tema de conversación para disimular mi nerviosismo ni sus intenciones. seguía sin creer que fuera yo el elegido y no mi hijo, ni cualquier otro, pero al fin y al cabo el que estaba en su habitación, el que había ido a buscar expresamente para la sal, para la maleta y para cualquier otra excusa, porque ahora veía claro que eran excusas, era a mí. ella tampoco pareció incomodarse y sonrió, tranquila, como si por fin hubiera conseguido el trofeo que había estado persiguiendo hacía semanas. 

esa noche me fue imposible dormir. daba vueltas en la cama sin encontrar una postura cómoda a pesar de no tener ningún motivo para tanta inquietud. me fui de su piso. de hecho, sería más preciso decir que hui, sin que pasara absolutamente nada, ni un roce. me acobardé, me acordé de helena, de juanjo, del tormentoso asuntillo que se llevaba entre manos mi cuñado con su secretaria, del fuego de la cocina que había olvidado apagar, de la botella de vino fuera de la nevera. hui y esta vez tampoco me fijé en las fotos del pasillo y cuando bajé las escaleras, de dos en dos, me torcí el tobillo y sólo cuando cerré la puerta de mi casa pensé “eres un auténtico capullo”. 

cuando por la mañana mi mujer me preguntó qué me había pasado esa noche, lo solté todo. me pareció que era la forma más natural de hacer las cosas, de abandonar esa sensación de culpa, ese peso, a pesar de mi inocencia. era domingo, estábamos desayunando y leyendo los suplementos del periódico. juanjo vendría un poco más tarde a comer paella y puede que por la tarde nos fuéramos al cine o a cenar una pizza. 
-vino la vecina. otra vez. –dije muy sosegado– creo que... creo que… -y ahí empecé a tartamudear. 
-¿crees que…? 
-bueno, -carraspeé- puede que esto te parezca la mayor absurdidad de la historia. a mí me lo parecía al principio, pero luego ya no. 
ella permaneció en silencio. 
-creo que está interesada en mí, de algún modo. 
-¿de algún modo? ¿qué modo? ¿la vecina, la rubita, la que podría ser tu hija? ¿en serio? 
me sentí un completo idiota, pero proseguí, ahora bastante menos relajado. 
-vino otra vez, bajó dos pisos para que la ayudara con la maleta, quiero decir, habiendo otros vecinos que... 
-¿la maleta? ¿qué maleta? ¿se puede saber qué te pasa? 
-si dejas de interrumpirme podría contarte toda la historia. 
se levantó y se sirvió otro café que se bebió mientras yo le intentaba hacer un resumen de lo ocurrido. puede que eludiera algunos detalles como el sorbo de vino que creí necesitar o los jadeos al subir la escalera y puede que en vez de dos bragas le contara que había cuatro, pero al terminar ella dejó la taza en la mesa y mirando muy fijamente una grieta en la pared de la cocina anunció: 
-pienso que todo esto son sólo imaginaciones tuyas. quiero decir… ¿realmente crees que esa niña, esa niña que podría estar con cualquier otro, con cualquier otro chico de su edad, quiero decir, iba a fijarse en ti? ¿de verdad lo crees así? no sé qué os pasa a los hombres. llegados a cierta edad y sólo porque os piden un par de favores ya suponéis que… bah, da igual, no sé ni por qué me molesto con esto. es la mayor tontería que he escuchado jamás. por tu propio bien y por el bien de todos, vuelve a la tierra. 
quise gritarle que la equivocada era ella, que yo no estaba en el saco de esos hombres a los que se refería, pero me di cuenta de que no iba a servir de nada. perdiendo los papeles sólo iba a conseguir darle la razón. lo más grave fue que acababa de darme cuenta de que, a ojos de mi esposa, había cruzado ya la frontera de los hombres invisibles. esos hombres que no causan ninguna reacción, ningún sonrojo, ninguna mirada insinuante y en los que nadie repara mientras se pasea un domingo por la calle, algo a lo que yo estaba habituándome hasta que apareció la vecina de arriba. “eres un auténtico capullo”, me repetí, por segunda vez. 

pasamos la semana sin hablarnos. a pesar de mis intentos inútiles para ignorar la última conversación en la cocina, helena seguía enfadada conmigo. aproveché su silencio para buscar día sí, día también, cinco minutos para encerrarme en el baño y pajearme debajo de la ducha. lo hacía de forma violenta, como si con ello fuera a olvidarme de la vecina, pero obteniendo el efecto contrario. estaba furioso conmigo, con ella y con mi mujer y sin embargo, no podía evitar mirar por la mirilla cada vez que escuchaba el ascensor detenerse en nuestra planta y esperar que de allí saliera la chica y tocara nuestro timbre. también subí unas cuantas veces hasta su piso para adivinar un ruido, una canción, un fragmento de conversación telefónica, la lavadora, algo que me indicara que había vuelto de su viaje. no tenía ningún plan, quiero decir que tampoco sabía qué iba a hacer yo cuando volviera. ni mucho menos qué iba a hacer ella. teniendo en cuenta que había desaparecido de su casa de la forma más ridícula, tenía muy pocas esperanzas de que volviera a insistir. tal vez era mucho mejor así. tal vez tendría que terminar dándole la razón a helena y tomar consciencia de mi invisibilidad.

pero volvió de su viaje, claro. la música nos interrumpió un sábado a las doce mientras decidíamos quién bajaba al supermercado y quién fregaba el suelo. helena se cuidó mucho de hacer ningún comentario y yo tuve que disimular mi impaciencia para subir esas dos plantas que nos separaban y asegurarme de que la música salía de su piso. lo hice un poco después, cuando pude escabullirme de las tareas domésticas y me alegré al comprobar que sí, que era su música, que había vuelto. pero después vino lo peor: la espera. pasó un día, dos, tres y luego cuatro. y nada. no volvió. yo escuchaba los ecos de la música, controlaba sus idas y venidas y la espiaba por detrás de la ventana cuando salía del portal hasta que giraba por la placeta y la perdía de vista. pero no volvió. ni a por sal, ni a por la maleta, ni a por mí. en una de esas noches, helena y yo hicimos el amor después de meses en los que ni tan siquiera nos besábamos cuando ella o yo llegábamos a casa. fue mi mujer quien, a media noche, mientras yo dormía profundamente, comenzó a acariciarme la entrepierna y sin mediar palabra, me quitó los pantalones del pijama y se sentó encima de mí. nadie habló de lo sucedido al día siguiente. supongo que tampoco había nada de qué hablar. ese mismo día, al llegar por la tarde, coincidí con la vecina en la entrada. nos saludamos de forma cortés y sujeté la puerta del ascensor para que entrara primero. ella susurró un gracias que casi no escuché, se colocó a la izquierda y apretó el botón de su piso, pero no el mío. yo tampoco lo hice. subimos en silencio, uno al lado del otro. al llegar a su planta, empujó la puerta y salió. las vacaciones le habían sentado bien: estaba bronceada, le habían salido algunas pecas minúsculas en la nariz y los pantalones le quedaban aún más ceñidos al cuerpo. cuando levanté la mirada me di cuenta de que era ella quien ahora me sujetaba la puerta a mí. 
“eres un auténtico capullo”, me recordé por última vez antes de entrar a su casa.

6 comentarios:

  1. Es irónico que los hombres invisibles sean los que más visión sobre y del resto tengan.
    Es como si desde su espacio invisible, todo lo demás se viera subrayado con un listado de virtudes y defectos. No sé si me explico.

    Al menos así lo percibo yo.

    Pensándolo bien, quizá no sea tan irónico, y sí que sea una causalidad. Que no casualidad.

    De todas formas, enhorabuena por el texto Hilia, es magnífico.

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  2. Me he quedado enganchado a un perfil auténtico de hombre en una edad difícil, con la crisis de los... cincuenta. O no. Y luego esa escena agria con su mujer magnífica. El ocaso de las personas es duro para hombres y mujeres. Aquí te has metido muy bien en la piel de este hombre. Te reencarnas más y mejor que el doctor Who.

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  3. Si dijera todo lo qué pienso de este magnífico texto, tendría que hacerte la competencia con otro, resumo diciendo que me parecen esas obsesiones de lo más reales, no tiene porque ser tan fenomenal como tú lo cuentas, con un texto lleno de imaginación... no hace falta ir más lejos, la invisibilidad es la madre de todos los corderos, y hasta dónde se puede llegar... da miedo.

    Beso Hilia con abrazo

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  4. Me has enganchado, y eso que soy de las que dejan de leer a las pocas lineas porque muy pocos textos consiguen que quiera descubrir cómo acaban. Como ya te han dicho, te has metido muy bien en el papel, y nos lo has transmitido aún mejor. Genial.

    Te dejo mi blog por si te apetece: www.fueenunaciudadsinmar.blogspot.com un besazo

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  5. Un buen retrato de un capullo, sin duda. Tienes esa habilidad de crear personajes en los cuales uno/a se puede llegar a identificar. O mejor aún, -y más complicado- es como si dejases un hueco expresamente en los personajes para que el lector lo rellenase, o al revés, se beneficiara de ese personaje, llenándose el lector. Creo que me he explicado.

    Saludos

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  6. Poco puedo añadir a lo dicho más arriba. Si acaso, mi firme opinión de que ser un capullo es algo difícilmente disociable del género masculino. A ver si yo me libro, pero sinceramente, lo dudo. La edad es lo que tiene.

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