26 julio 2020


Mi vecino se volvió hacia mí otra vez y me preguntó cuál era el trabajo que me llevaba a Atenas. Advertí por segunda vez el esfuerzo deliberado de su interés; era como si hubiera aprendido a recuperar los objetos que se le caían de las manos. Recuerdo que mis hijos de bebés, sentados en la trona y tirando cosas solo para verlas caer al suelo, actividad que les resultaba tan placentera como terribles eran sus consecuencias. Se quedaban mirando lo que hubiera caído -una galleta a medio comer o una pelota de plástico-, cada vez más nerviosos ante la incapacidad de la cosa por regresar. Al final se echaban a llorar, y por lo general se encontraban con que el objeto en cuestión volvía a ellos por la vía del llanto. Siempre me sorprendía que su reacción a esa cadena de acontecimientos consistiera en repetirlos: en cuanto tenían el objeto en las manos, volvían a tirarlo inclinándose hacia delante para ver cómo caía. Su regocijo no disminuía nunca, y su angustia tampoco. Yo siempre esperaba que en un momento u otro se dieran cuenta de lo innecesario de su angustia y se decidieran a evitarla, pero nunca ocurría. El recuerdo del sufrimiento no surtía efecto alguno en su decisión: al contrario, los obligaba a repetirla, pues ese sufrimiento era la magia que obraba el regreso del objeto, lo que les permitía volver a experimentar el placer de tirarlo. Si la primera vez me hubiera negado a devolvérselo, supongo que habrían aprendido algo muy distinto, aunque no estaba demasiado segura de qué podría haber sido. 

A contraluz, Rachel Cusk

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