aela labbé
sara llegó a casa a última hora de la tarde. mamá nos había dicho que llegarían temprano, pero luego nos llamó a las tres para informarnos de que los papeles del alta aún no estaban listos y que iban a retrasarse.
–¿quieres que vaya? –preguntó papá.
y luego me miró con una expresión que conocía bien y que significaba que si
contestaba que sí tendría que portarme bien, ser responsable y cuidar de mi
hermano mientras él estuviera fuera. pero mamá contestó que no y al colgar nos
dijo que estaban a punto de llegar y que lo mejor sería empezar a preparar la
cena. diego se puso de pie sobre el sofá y comenzó a saltar entusiasmado.
llevaba toda la mañana preguntando cuándo llegaría sara y cuándo podría
cocinar. él se encargaría, había dicho, de amasar la base del pastel y batir
los huevos con la mantequilla y el azúcar. fuimos a la cocina en silencio, a
excepción de diego, que ahora nos preguntaba si podría añadir cacahuetes al
pastel. papá puso la radio, sacó los ingredientes de la nevera y yo esperé a
que me dijera qué debía hacer.
al verlas entrar por el jardín sentí
un nudo en el estómago. mamá iba delante, cargando con las cosas de sara. no sé
cuál de las dos parecía más cansada. sara llevaba una sudadera negra grande y unos
pantalones marrones y desgastados. su pelo rubio sobresalía por debajo de la
capucha. ninguna de las dos sonreía y pensé que si no lo hacíamos nosotros tres
sería la bienvenida a casa más triste de la historia.
–ya están aquí –dije con la mejor
entonación que pude.
papá dejó de cortar la verdura y
levantó la vista hacia el jardín. también identifiqué su expresión, ya
conocida: una mezcla de miedo y agradecimiento. su hija regresaba a casa, pero
ahora dependía de ellos.
besamos a sara con cuidado. estaba
pálida y temblaba de frío. diego la rodeó con sus brazitos cortos un buen rato
y ella acarició su pelo oscuro hasta que él se apartó y le contó que estaba
haciendo una tarta de celebración y que en el colegio había marcado tres goles.
yo le dije que la veía muy bien, aunque era mentira. no pesaba más de cuarenta
y cinco kilos y me daba la impresión de que incluso respirar le costaba un
esfuerzo colosal. se sentó en la cabecera de la mesa mientras nosotros
revoloteábamos a su alrededor, pretendiendo no estar pendientes de su mano
trémula cuando cogió un vaso de agua ni de sus labios agrietados, ni de sus
rodillas puntiagudas que se marcaban por debajo del pantalón. sólo diego
parecía no advertir la fragilidad de su hermana y le pedía insistentemente que
salieran al jardín a jugar al fútbol.
–ahora no, diego. ahora vamos a
comer –dijo mamá.
sara la miró y yo la miré a ella.
“no tengo hambre”, esperaba que dijera, pero calló y tomó otro sorbo de agua.
la mesa se llenó de platos que
humeaban: verduras, quesos, pasta con nata y champiñones. mamá nos felicitó a
los tres y papá cortó la carne y esperó a que nos sentáramos para decir que se
alegraba mucho de que todos estuviéramos en casa, por fin. mamá se secó una
lágrima con la manga del jersey.
–¿os sirvo? –preguntó él.
diego alargó su plato y pidió una
cucharada más de todo. luego me sirvió a mí y después a mamá. finalmente miró a
sara y esperó a que ella hiciera el gesto de acercar su plato.
–sólo quiero arroz –dijo.
papá le sirvió una cucharada y ella
lo comió despacio, sin apartar la vista de los granos blancos que apenas
ocupaban la mitad del plato. era inevitable no darse cuenta de que estaba incómoda
y, ni mucho menos, hambrienta pero nadie dijo nada y esperamos a que terminara,
mucho después que nosotros, para sacar la tarta de la nevera que se negó a
probar. los médicos le habían dicho a mamá unos días antes que no la
atosigáramos. sólo conseguiríamos ponerla más tensa.así que comimos la tarta
los cuatro, en silencio, mientras ella bebía más agua y hacía ruido al tragar. al
terminar, mamá, papá y yo recogimos la mesa y sara y diego salieron al jardín.
él chutaba la pelota con fuerza y ella se apartaba con miedo.
–¡la tienes que parar! –le
gritaba él.
subí a mi habitación cuando la
cocina quedó recogida.
–¿se la ve mejor, no? –preguntó mamá
a papá cuando creían que ya me había alejado lo suficiente y no podría
escucharlos.
–sí, mucho mejor –contestó él.
me hubiera gustado volver y decirles
que no, que no estaba mejor y que era sólo cuestión de semanas o días, tal y
como llevaba sucediendo en los últimos dos años, para que volviéramos a lo de
siempre: sara se sentaría con nosotros en las comidas algunos días y luego
comenzaría a buscar excusas. “he quedado”, “desayuné muy tarde”, “comeré en una
hora”, “me duele muchísimo la tripa”. conocíamos todos sus recursos, pero era
más importante tenerla en casa y creer que las cosas serían distintas esta vez.
la esperé en mi habitación durante
un buen rato hasta que escuché los pasos de diego por las escaleras e imaginé a
sara detrás, sin aliento, sujetándose a la barandilla. entró sin llamar y se
quitó la capucha.
–estoy helada –dijo–. ¿no está
puesta la calefacción?
se sentó en la cama, a mi lado. me
dio la impresión de que tenía menos pelo y que sus pómulos sobresalían igual
que antes del ingreso.
–¿qué haces? –preguntó.
–¿qué harás tú? –pregunté.
sara se encogió de hombros, apoyó su
cabeza en la pared y cerró los ojos.
–¿crees que estás mejor? –pregunté
de nuevo, pero ella no se movió y yo cogí el libro que tenía en la mesilla. era
un libro aburrido que me había prestado una compañera de clase y creo que sólo
lo cogí para que ninguna de las dos se sintiera obligada a hablar más. sara
terminó metida en mi cama, bajo las sábanas, y me pidió que leyera en voz alta.
le dije que no, que si lo hacía no conseguía concentrarme en el argumento del
libro. ella respondió que eso era una chorrada y que lo intentara, al menos. la
obedecí porque no quería discutir en su primera noche en casa. a los pocos
minutos se quedó dormida. dejé el libro sin hacer ruido y me fui a su
habitación. su cama olía a limpio y las sábanas estaban heladas.
pasaron un par de días de extraña
normalidad. actuábamos como si todo estuviera bien, en orden. papá se marchaba
a trabajar a las ocho, diego y yo íbamos a la escuela y mamá y sara se quedaban
en casa. sara debía recuperar todo el tiempo perdido y preparar sus exámenes
finales. al regresar de la escuela la encontrábamos en la mesa del salón
rodeada de libros abiertos y una manzana mordisqueada por un solo lado. la
décima noche, como había hecho desde su regreso, entró en mi habitación y se
sentó en la cama. cerré el libro de matemáticas y me giré. se había maquillado
un poco y se había peinado con una coleta alta. estuve a punto de decirle que
tenía buen aspecto, pero luego recordé que era preferible, como había dicho
mamá en algún momento, no mencionar nada su apariencia porque eso la hacía
consciente de su cuerpo y la ponía en alerta.
–¿vas a salir?
–sí, en un rato.
–¿te dejan?
–¡claro!
–vaya, qué suerte. ¿con quién has
quedado?
–con amigos. no los conoces.
¿quieres venir?
–no me van a dejar.
–si se lo pregunto yo a mamá seguro
que te deja.
–¿en serio?
–espera. ahora lo verás.
se levantó y corrió escaleras
abajo. no pasaron más de dos minutos cuando regresó sonriendo y con su pequeño
estuche de maquillaje.
–arreglado.
tuvimos que prometer varias veces
que a las doce estaríamos en casa y que nada de meternos en líos. diego se quejó.
también quería venir con nosotras y le tuvimos que prometer que al día
siguiente jugaríamos al fútbol con él. mamá nos dio dinero y papá nos dijo que
estábamos muy guapas, aunque no tendría que haberlo dicho, supongo.
sara caminaba deprisa. de repente
parecía tener más energía que toda la familia junta y me costaba seguirle los
pasos. en el primer estanque que encontró compró un paquete de cigarrillos y me
ofreció uno. yo negué con la cabeza.
–haces bien –dijo.
–¿adónde vamos? –pregunté.
fuimos a casa de un amigo. o eso
dijo ella. no creo que fueran muy amigos porque cuando abrió la puerta lo único
que hizo el tipo fue mirarnos de arriba abajo y preguntar quién era yo y
cuántos años tenía. sara respondió que se tranquilizara un poco y él retrocedió
un par de pasos y nos dejó pasar de mala gana. en el salón había unas seis o
siete personas. la mayoría saludaron a sara y se alegraron de verla. una de las
chicas le preguntó cuánto tiempo estaría libre y ella contestó que todo
dependía de lo bien o mal que lo hiciera esta vez. nos sentamos en un sofá
grande y alguien nos acercó un vaso y bebimos. después de la primera cerveza
comencé a relajarme. mi hermana hablaba con todo el mundo y se reía por
cualquier cosa. parecía contenta, casi feliz de haber vuelto al mundo de los
normales. comentaba anécdotas del hospital que hacían reír a los demás y que
nunca nos había contado en casa. de vez en cuando me miraba de reojo, supongo
que para cerciorarse de que seguía allí y estaba bien, y yo la sonreía. estaba
guapísima. cuánto más la observaba, gesticulando, asintiendo, sosteniendo su
vaso de cerveza con sus dedos finos y larguísimos, más me embelesaba su voz,
sus gestos, sus cabellos rubios y largos y sus rodillas huesudas. si alguien en
ese momento me hubiera preguntado quién quería ser de mayor, sin dudarlo
hubiera contestado que mi hermana sara. bebimos bastante más. mi cabeza daba
vueltas y el aire del salón estaba cargado y denso. alguien puso música y una
pareja comenzó a bailar en el minúsculo espacio entre el sofá y una mecedora
vieja. sara aplaudía. uno de los chicos alargó su mano para invitarla a la
improvisada pista. ella se negó lo justo para que él no desistiera. él la cogió
por la cintura y ella colocó sus brazos por encima de sus hombros y apoyó su cabeza
en la clavícula de él. no seguían el compás de la música ni les importaba en
absoluto. hubo algunos silbidos. pensé que eran novios y que por fin, después
de varias semanas, se volvían a ver. al rato le pidió sentarse. estaba
agotada y necesitaba descansar. volvió a mi lado mientras él desapareció en la
cocina.
–¿es tu novio? –le pregunté.
tenía mala cara. estaba pálida y su
pelo rubio se había pegado a su frente sudada. se levantó de repente y corrió
hacia el baño. la seguí y le aguanté el pelo antes de que se arrodillara
delante del váter y comenzara a vomitar.
–no es nada –decía–. no es nada. es
sólo la cerveza. me ha sentado mal. nada más, ¿de acuerdo?
–no es nada, no es nada –repetía yo,
asustada.
el chico que había bailado con ella
trajo un vaso de agua y la ayudó a levantarse. mi hermana le pidió que llamara
un taxi y él nos acompañó hasta la calle mientras esperábamos a que llegara. desde
la calle se escuchaba la música alta y las risas de los que aún seguían en la
fiesta. por una de las ventana alguien se asomó y nos preguntó si íbamos a por
hielo.
–vete a la mierda– contestó el chico.
el aire fresco le sentó bien a sara,
que comenzó a tararear la canción que sonaba arriba.
–todavía es temprano. tomemos otra y
luego nos vamos– dijo.
el chico dudó y me miró a mí como si
fuera yo quien debiera tomar la decisión.
–creo que es mejor que no –musité un
tanto avergonzada por tener que tomar la decisión más aburrida y sensata.
–oh, vamos –protestó ella alargando
las palabras como si fuera una niña pequeña–. ya estoy bien. ha sido la última
cerveza. no debería habérmela tomado, pero estoy mejor. de hecho, estoy
perfecta y quiero bailar un rato más. hace mil años que no me divierto un poco.
por favor, hermanita, vamos a bailar.
el taxi llegó justo entonces y el
taxista se detuvo delante de los tres.
–¿vais a subir, o qué?
el chico ayudó a sara, que aún se
tambaleaba, a entrar mientras ella repetía que no quería volver a casa y que
éramos unos aburridos. le dije la dirección al taxista y él se quedó mirándonos
unos segundos por el retrovisor.
–no va a vomitar, ¿no? –preguntó.
–no, no. claro que no –me apresuré
en asegurarle.
arrancó el coche y ella apoyó su
cabeza en mi hombro.
–creo que le gusto –dijo.
no contesté. estaba pendiente de la
cuenta del taxímetro, que iba subiendo, y esperaba que llevara suficiente
dinero para pagar y no tener líos con el hombre o, peor aún, tener que
pedírselo a mamá cuando llegáramos a casa.
–¿sabes que esto no va a salir bien,
no? –dijo a medio camino, cuando creí que se había dormido y el taxímetro
marcaba 13,20 euros.
–¿qué?
–que no saldrá bien. esta vez,
tampoco.
–¿de qué hablas?
–de mí. de esto.
no supe qué contestarle, aunque
sabía bien de qué hablaba y también yo creía que no iba a salir bien. bastaba
con verla. con ver cómo había llegado a casa hacía menos de una semana,
ojerosa, tan pendiente de su cuerpo menguante y de cómo había
sobrevivido una semana a base de medias manzanas y granos de arroz contados.
–bueno, ya veremos –terminé diciendo
sólo para no dejarla sola con sus propios pensamientos. no estoy segura de si
luego se durmió porque el resto del viaje lo hicimos en silencio y su
respiración se volvió pausada.
mamá seguía despierta cuando
llegamos. estaba sentada en el sofá de delante de la ventana y nos abrió la
puerta nada más vernos.
–¿lo habéis pasado bien? –preguntó
cuando cruzamos la verja.
–mucho –contesté yo para que no
tuviera que hacerlo mi hermana.
–estupendo. cuánto me alegro. ¿os
preparo un vaso de leche o algo?
fue inútil decirle que no. ya lo
tenía preparado. nos sentamos las tres en la mesa de la cocina. nos miraba a
una y después a otra como si no pudiera creerse su suerte.
–¿no me contáis nada? –preguntó al
rato.
el vaso de mi hermana seguía intacto
y sus ojos se cerraban por momentos.
–hemos bailado un poco –comencé a
decir yo- y después…
sara se dio la vuelta y tras la primera arcada vomitó un
líquido amarillento que salpicó en sus tobillos y mis pantalones nuevos. pude
ver la expresión de terror de mamá que se levantó de inmediato y,
frente al suelo manchado, no supo qué hacer. sara comenzó a disculparse como
había hecho un rato antes conmigo. la cerveza le había sentado mal, repitió
varias veces. mamá comenzó a chillarnos. apenas entendía lo que decía. me
señalaba con un dedo y luego se llevaba las manos a la cabeza y luego volvía a chillar más aún. papá bajó y, detrás de él, también diego, aunque creo
que sólo yo advertí su sombra en la escalera.
–¿qué pasa?
–ha vuelto a vomitar –contestó mamá
sin poder contener el llanto.
papá nos mandó a todos a la cama.
cogí la mano de diego y lo metí en su cama.
–¿se volverá a marchar?
–preguntó con los ojos muy abiertos.
contesté que sí porque estaba
enfadada y porque no quería mentirle más. luego le dije que se durmiera y cerré la
puerta aunque no le gustaba dormir con la puerta cerrada. abajo sara seguía
haciendo promesas y jurando cosas que no iban a ocurrir. al menos mamá había
dejado de llorar y papá mediaba entre las dos con su voz suave. me encerré en
mi habitación, me quité los pantalones sucios y la camisa que me había dejado
mi hermana y me senté en el borde de la cama. observé mis
rodillas puntiagudas, mis piernas flacas, los tobillos estrechos, los brazos
escuálidos. me toqué la clavícula, la nuca, las costillas salientes, las
vértebras. casi como ella: nada más que huesos.
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