30 junio 2020

huesos


aela labbé

sara llegó a casa a última hora de la tarde. mamá nos había dicho que llegarían temprano, pero luego nos llamó a las tres para informarnos de que los papeles del alta aún no estaban listos y que iban a retrasarse.
–¿quieres que vaya? –preguntó papá. y luego me miró con una expresión que conocía bien y que significaba que si contestaba que sí tendría que portarme bien, ser responsable y cuidar de mi hermano mientras él estuviera fuera. pero mamá contestó que no y al colgar nos dijo que estaban a punto de llegar y que lo mejor sería empezar a preparar la cena. diego se puso de pie sobre el sofá y comenzó a saltar entusiasmado. llevaba toda la mañana preguntando cuándo llegaría sara y cuándo podría cocinar. él se encargaría, había dicho, de amasar la base del pastel y batir los huevos con la mantequilla y el azúcar. fuimos a la cocina en silencio, a excepción de diego, que ahora nos preguntaba si podría añadir cacahuetes al pastel. papá puso la radio, sacó los ingredientes de la nevera y yo esperé a que me dijera qué debía hacer.
al verlas entrar por el jardín sentí un nudo en el estómago. mamá iba delante, cargando con las cosas de sara. no sé cuál de las dos parecía más cansada. sara llevaba una sudadera negra grande y unos pantalones marrones y desgastados. su pelo rubio sobresalía por debajo de la capucha. ninguna de las dos sonreía y pensé que si no lo hacíamos nosotros tres sería la bienvenida a casa más triste de la historia.
–ya están aquí –dije con la mejor entonación que pude.
papá dejó de cortar la verdura y levantó la vista hacia el jardín. también identifiqué su expresión, ya conocida: una mezcla de miedo y agradecimiento. su hija regresaba a casa, pero ahora dependía de ellos.
besamos a sara con cuidado. estaba pálida y temblaba de frío. diego la rodeó con sus brazitos cortos un buen rato y ella acarició su pelo oscuro hasta que él se apartó y le contó que estaba haciendo una tarta de celebración y que en el colegio había marcado tres goles. yo le dije que la veía muy bien, aunque era mentira. no pesaba más de cuarenta y cinco kilos y me daba la impresión de que incluso respirar le costaba un esfuerzo colosal. se sentó en la cabecera de la mesa mientras nosotros revoloteábamos a su alrededor, pretendiendo no estar pendientes de su mano trémula cuando cogió un vaso de agua ni de sus labios agrietados, ni de sus rodillas puntiagudas que se marcaban por debajo del pantalón. sólo diego parecía no advertir la fragilidad de su hermana y le pedía insistentemente que salieran al jardín a jugar al fútbol.
–ahora no, diego. ahora vamos a comer –dijo mamá.
sara la miró y yo la miré a ella. “no tengo hambre”, esperaba que dijera, pero calló y tomó otro sorbo de agua.
la mesa se llenó de platos que humeaban: verduras, quesos, pasta con nata y champiñones. mamá nos felicitó a los tres y papá cortó la carne y esperó a que nos sentáramos para decir que se alegraba mucho de que todos estuviéramos en casa, por fin. mamá se secó una lágrima con la manga del jersey.
–¿os sirvo? –preguntó él.
diego alargó su plato y pidió una cucharada más de todo. luego me sirvió a mí y después a mamá. finalmente miró a sara y esperó a que ella hiciera el gesto de acercar su plato.
–sólo quiero arroz –dijo.
papá le sirvió una cucharada y ella lo comió despacio, sin apartar la vista de los granos blancos que apenas ocupaban la mitad del plato. era inevitable no darse cuenta de que estaba incómoda y, ni mucho menos, hambrienta pero nadie dijo nada y esperamos a que terminara, mucho después que nosotros, para sacar la tarta de la nevera que se negó a probar. los médicos le habían dicho a mamá unos días antes que no la atosigáramos. sólo conseguiríamos ponerla más tensa.así que comimos la tarta los cuatro, en silencio, mientras ella bebía más agua y hacía ruido al tragar. al terminar, mamá, papá y yo recogimos la mesa y sara y diego salieron al jardín. él chutaba la pelota con fuerza y ella se apartaba con miedo.
–¡la tienes que parar! –le gritaba él.
subí a mi habitación cuando la cocina quedó recogida.
–¿se la ve mejor, no? –preguntó mamá a papá cuando creían que ya me había alejado lo suficiente y no podría escucharlos.
–sí, mucho mejor –contestó él.
me hubiera gustado volver y decirles que no, que no estaba mejor y que era sólo cuestión de semanas o días, tal y como llevaba sucediendo en los últimos dos años, para que volviéramos a lo de siempre: sara se sentaría con nosotros en las comidas algunos días y luego comenzaría a buscar excusas. “he quedado”, “desayuné muy tarde”, “comeré en una hora”, “me duele muchísimo la tripa”. conocíamos todos sus recursos, pero era más importante tenerla en casa y creer que las cosas serían distintas esta vez.
la esperé en mi habitación durante un buen rato hasta que escuché los pasos de diego por las escaleras e imaginé a sara detrás, sin aliento, sujetándose a la barandilla. entró sin llamar y se quitó la capucha.
–estoy helada –dijo–. ¿no está puesta la calefacción?
se sentó en la cama, a mi lado. me dio la impresión de que tenía menos pelo y que sus pómulos sobresalían igual que antes del ingreso.
–¿qué haces? –preguntó.
–¿qué harás tú? –pregunté.
sara se encogió de hombros, apoyó su cabeza en la pared y cerró los ojos.
–¿crees que estás mejor? –pregunté de nuevo, pero ella no se movió y yo cogí el libro que tenía en la mesilla. era un libro aburrido que me había prestado una compañera de clase y creo que sólo lo cogí para que ninguna de las dos se sintiera obligada a hablar más. sara terminó metida en mi cama, bajo las sábanas, y me pidió que leyera en voz alta. le dije que no, que si lo hacía no conseguía concentrarme en el argumento del libro. ella respondió que eso era una chorrada y que lo intentara, al menos. la obedecí porque no quería discutir en su primera noche en casa. a los pocos minutos se quedó dormida. dejé el libro sin hacer ruido y me fui a su habitación. su cama olía a limpio y las sábanas estaban heladas. 
pasaron un par de días de extraña normalidad. actuábamos como si todo estuviera bien, en orden. papá se marchaba a trabajar a las ocho, diego y yo íbamos a la escuela y mamá y sara se quedaban en casa. sara debía recuperar todo el tiempo perdido y preparar sus exámenes finales. al regresar de la escuela la encontrábamos en la mesa del salón rodeada de libros abiertos y una manzana mordisqueada por un solo lado. la décima noche, como había hecho desde su regreso, entró en mi habitación y se sentó en la cama. cerré el libro de matemáticas y me giré. se había maquillado un poco y se había peinado con una coleta alta. estuve a punto de decirle que tenía buen aspecto, pero luego recordé que era preferible, como había dicho mamá en algún momento, no mencionar nada su apariencia porque eso la hacía consciente de su cuerpo y la ponía en alerta.
–¿vas a salir?
–sí, en un rato.
–¿te dejan?
–¡claro!
–vaya, qué suerte. ¿con quién has quedado?
–con amigos. no los conoces. ¿quieres venir?
–no me van a dejar.
–si se lo pregunto yo a mamá seguro que te deja.
–¿en serio?
–espera. ahora lo verás.
se levantó y corrió escaleras abajo. no pasaron más de dos minutos cuando regresó sonriendo y con su pequeño estuche de maquillaje.
–arreglado. 
tuvimos que prometer varias veces que a las doce estaríamos en casa y que nada de meternos en líos. diego se quejó. también quería venir con nosotras y le tuvimos que prometer que al día siguiente jugaríamos al fútbol con él. mamá nos dio dinero y papá nos dijo que estábamos muy guapas, aunque no tendría que haberlo dicho, supongo.
sara caminaba deprisa. de repente parecía tener más energía que toda la familia junta y me costaba seguirle los pasos. en el primer estanque que encontró compró un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. yo negué con la cabeza.
–haces bien –dijo.
–¿adónde vamos? –pregunté.
fuimos a casa de un amigo. o eso dijo ella. no creo que fueran muy amigos porque cuando abrió la puerta lo único que hizo el tipo fue mirarnos de arriba abajo y preguntar quién era yo y cuántos años tenía. sara respondió que se tranquilizara un poco y él retrocedió un par de pasos y nos dejó pasar de mala gana. en el salón había unas seis o siete personas. la mayoría saludaron a sara y se alegraron de verla. una de las chicas le preguntó cuánto tiempo estaría libre y ella contestó que todo dependía de lo bien o mal que lo hiciera esta vez. nos sentamos en un sofá grande y alguien nos acercó un vaso y bebimos. después de la primera cerveza comencé a relajarme. mi hermana hablaba con todo el mundo y se reía por cualquier cosa. parecía contenta, casi feliz de haber vuelto al mundo de los normales. comentaba anécdotas del hospital que hacían reír a los demás y que nunca nos había contado en casa. de vez en cuando me miraba de reojo, supongo que para cerciorarse de que seguía allí y estaba bien, y yo la sonreía. estaba guapísima. cuánto más la observaba, gesticulando, asintiendo, sosteniendo su vaso de cerveza con sus dedos finos y larguísimos, más me embelesaba su voz, sus gestos, sus cabellos rubios y largos y sus rodillas huesudas. si alguien en ese momento me hubiera preguntado quién quería ser de mayor, sin dudarlo hubiera contestado que mi hermana sara. bebimos bastante más. mi cabeza daba vueltas y el aire del salón estaba cargado y denso. alguien puso música y una pareja comenzó a bailar en el minúsculo espacio entre el sofá y una mecedora vieja. sara aplaudía. uno de los chicos alargó su mano para invitarla a la improvisada pista. ella se negó lo justo para que él no desistiera. él la cogió por la cintura y ella colocó sus brazos por encima de sus hombros y apoyó su cabeza en la clavícula de él. no seguían el compás de la música ni les importaba en absoluto. hubo algunos silbidos. pensé que eran novios y que por fin, después de varias semanas, se volvían a ver. al rato le pidió sentarse. estaba agotada y necesitaba descansar. volvió a mi lado mientras él desapareció en la cocina.
–¿es tu novio? –le pregunté.
tenía mala cara. estaba pálida y su pelo rubio se había pegado a su frente sudada. se levantó de repente y corrió hacia el baño. la seguí y le aguanté el pelo antes de que se arrodillara delante del váter y comenzara a vomitar.
–no es nada –decía–. no es nada. es sólo la cerveza. me ha sentado mal. nada más, ¿de acuerdo?
–no es nada, no es nada –repetía yo, asustada.
el chico que había bailado con ella trajo un vaso de agua y la ayudó a levantarse. mi hermana le pidió que llamara un taxi y él nos acompañó hasta la calle mientras esperábamos a que llegara. desde la calle se escuchaba la música alta y las risas de los que aún seguían en la fiesta. por una de las ventana alguien se asomó y nos preguntó si íbamos a por hielo. 
–vete a la mierda– contestó el chico.
el aire fresco le sentó bien a sara, que comenzó a tararear la canción que sonaba arriba.
–todavía es temprano. tomemos otra y luego nos vamos– dijo.
el chico dudó y me miró a mí como si fuera yo quien debiera tomar la decisión.
–creo que es mejor que no –musité un tanto avergonzada por tener que tomar la decisión más aburrida y sensata.
–oh, vamos –protestó ella alargando las palabras como si fuera una niña pequeña–. ya estoy bien. ha sido la última cerveza. no debería habérmela tomado, pero estoy mejor. de hecho, estoy perfecta y quiero bailar un rato más. hace mil años que no me divierto un poco. por favor, hermanita, vamos a bailar.
el taxi llegó justo entonces y el taxista se detuvo delante de los tres.
–¿vais a subir, o qué?
el chico ayudó a sara, que aún se tambaleaba, a entrar mientras ella repetía que no quería volver a casa y que éramos unos aburridos. le dije la dirección al taxista y él se quedó mirándonos unos segundos por el retrovisor.
–no va a vomitar, ¿no? –preguntó.
–no, no. claro que no –me apresuré en asegurarle.
arrancó el coche y ella apoyó su cabeza en mi hombro.
–creo que le gusto –dijo.
no contesté. estaba pendiente de la cuenta del taxímetro, que iba subiendo, y esperaba que llevara suficiente dinero para pagar y no tener líos con el hombre o, peor aún, tener que pedírselo a mamá cuando llegáramos a casa.
–¿sabes que esto no va a salir bien, no? –dijo a medio camino, cuando creí que se había dormido y el taxímetro marcaba 13,20 euros.
–¿qué?
–que no saldrá bien. esta vez, tampoco.
–¿de qué hablas?
–de mí. de esto.
no supe qué contestarle, aunque sabía bien de qué hablaba y también yo creía que no iba a salir bien. bastaba con verla. con ver cómo había llegado a casa hacía menos de una semana, ojerosa, tan pendiente de su cuerpo menguante y de cómo había sobrevivido una semana a base de medias manzanas y granos de arroz contados.
–bueno, ya veremos –terminé diciendo sólo para no dejarla sola con sus propios pensamientos. no estoy segura de si luego se durmió porque el resto del viaje lo hicimos en silencio y su respiración se volvió pausada.
mamá seguía despierta cuando llegamos. estaba sentada en el sofá de delante de la ventana y nos abrió la puerta nada más vernos.
–¿lo habéis pasado bien? –preguntó cuando cruzamos la verja.
–mucho –contesté yo para que no tuviera que hacerlo mi hermana.
–estupendo. cuánto me alegro. ¿os preparo un vaso de leche o algo?
fue inútil decirle que no. ya lo tenía preparado. nos sentamos las tres en la mesa de la cocina. nos miraba a una y después a otra como si no pudiera creerse su suerte.
¿no me contáis nada? –preguntó al rato.
el vaso de mi hermana seguía intacto y sus ojos se cerraban por momentos.
hemos bailado un poco –comencé a decir yo- y después…
sara se dio la vuelta y tras la primera arcada vomitó un líquido amarillento que salpicó en sus tobillos y mis pantalones nuevos. pude ver la expresión de terror de mamá que se levantó de inmediato y, frente al suelo manchado, no supo qué hacer. sara comenzó a disculparse como había hecho un rato antes conmigo. la cerveza le había sentado mal, repitió varias veces. mamá comenzó a chillarnos. apenas entendía lo que decía. me señalaba con un dedo y luego se llevaba las manos a la cabeza y luego volvía a chillar más aún. papá bajó y, detrás de él, también diego, aunque creo que sólo yo advertí su sombra en la escalera.
¿qué pasa?
ha vuelto a vomitar –contestó mamá sin poder contener el llanto.
papá nos mandó a todos a la cama. cogí la mano de diego y lo metí en su cama.
¿se volverá a marchar? –preguntó con los ojos muy abiertos.
contesté que sí porque estaba enfadada y porque no quería mentirle más. luego le dije que se durmiera y cerré la puerta aunque no le gustaba dormir con la puerta cerrada. abajo sara seguía haciendo promesas y jurando cosas que no iban a ocurrir. al menos mamá había dejado de llorar y papá mediaba entre las dos con su voz suave. me encerré en mi habitación, me quité los pantalones sucios y la camisa que me había dejado mi hermana y me senté en el borde de la cama. observé mis rodillas puntiagudas, mis piernas flacas, los tobillos estrechos, los brazos escuálidos. me toqué la clavícula, la nuca, las costillas salientes, las vértebras. casi como ella: nada más que huesos. 

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