porque al pronunciarlas te veo en el balcón, observando la lluvia,
algún niño que pasa, que te venza el sueño, que por fin amanezca
te veo
sentado en la silla pequeña, las piernas cruzadas, leyendo un
libro que no te gusta, pero terminarás igualmente
porque todo lo que empiezas, decías, lo acabas
también conmigo,
supongo.
hay palabras que al nombrar
sin darme cuenta
hablando sola, conmigo misma, con cualquiera que pregunte qué
tal
me queman el paladar
me secan la boca
agujerean el estómago y
atraviesan la piel
ese instante implacable entre el ayer y lo que hoy arrastro
la experiencia, dicen
un baúl lleno de mármol, pienso.
hay palabras que son maraña, añicos
incendios que arrasan los bosques
también la esperanza
por eso evito ciertas –esas– palabras
las que nos prometimos
las que nos inventamos
las que escogimos de entre todos los libros
con las que ataviamos días, semanas, noches muy claras
las que se extinguieron con la primera helada
las que, probablemente, susurran los que aún saben de esto:
de ellos
de sostenerse
de equilibrarse
de nuncas y siempres
de comunicarse con códigos frágiles
de idiomas tan breves e inanes, tallados a mano. joyas preciosas,
y luego quincalla.
hay palabras que callo
por miedo al contagio
por miedo a las minas, al pozo
al color exacto de cada detalle
a ti y a mí esa vez en verano
a ti y a mí, silenciados
a ti y a mí, sin ser nada
y por eso, tal vez, apenas cuento
apenas narro
apenas menciono
apenas salgo al balcón los días lluviosos
apenas te hablo
por eso, tal vez, prefiero que no haya palabras
y me basta –me salva– con mantener la distancia.
Debe haber un lugar en el mundo en el que yazcan las palabras que ya no se dicen, los restos de un idioma propio que murió con la relación que lo sustentaba. Una suerte de cementerio de palabras.
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