02 enero 2020

vamos a morir todos

                                                                                                   a. klimt

llevábamos tres muertos en los últimos tres años. el primero fue mi abuela marta, la mañana del veinticuatro de diciembre, a los ciento dos años y sin reconocer a ninguno de sus tres hijos. la pobre hacía más de quince años que vivía en una residencia, rodeada de monjas que la cuidaban y un par de fotos de toda la familia en la estantería de encima de la televisión, casi siempre apagada. cuando hablaba, algo que sucedía muy excepcionalmente, decía que esas voces, las de la televisión, la molestaban y que no hablaban su mismo idioma. 
el año siguiente murió mi otra abuela tania después de una enfermedad larga que la tenía harta y aburrida de la vida.
–¿por qué no me matáis vosotros? –nos preguntaba cuando íbamos a visitarla y estaba de humor–. nadie tendría por qué saberlo, si lo planeamos bien. vosotros heredaríais por fin los cuatro duros que tengo y yo respiraría tranquila. ganamos todos.
mi padre, su hijo, le decía que no dijera tonterías, que nadie iba a hacer eso y entonces ella se enfadaba de verdad y decía que si no éramos capaces de matarla al menos la dejáramos en paz y sola.
el año pasado murió mi tío alfredo, de madrugada, mientras dormía. sus últimas palabras fueron: “hoy no voy a cenar”. fue un dos de enero y nos pilló a todos con la guardia bajada: tenía una salud de hierro, se acababa de jubilar y estaba organizando un viaje a buenos aires con su nueva novia argentina.
no me percaté hasta que mi hermana sara me lo hizo notar, unos meses después del fallecimiento de alfredo, cuando pudimos comenzar a asumir su muerte repentina.
–no me dirás que no es extraño: tres muertes en tres años y siempre en las mismas fechas.
–lo es, pero estas cosas pasan, supongo.
–¿en serio lo crees?
–¿tú no?
–no puede ser sólo una coincidencia.
–¿entonces qué?
–no lo sé. algo más.
miré a mi hermana esperando que continuara porque estaba segura que llevaba pensando en eso mucho tiempo y que, si no creía en las coincidencias, creía en algo mucho peor.
–¿qué? –pregunté al ver que se hacía de rogar.
sara dejó la taza de café encima de la mesa y me miró fijamente.
–una maldición –soltó.
me eché a reír tan fuerte que algunos clientes se giraron para verme.
–¿una maldición en nuestra familia? ¿eso no les pasa sólo a la nobleza, a los de linaje importante?
ahora fue sara quien se rió, pero inmediatamente se puso seria y contestó.
–no hace falta ser una princesa y vivir en un castillo para que te echen una maldición.
–¿me estás hablando en serio? ¿ahora crees en esto?
sara tiene tres años menos que yo y siempre le ha gustado leer sobre temas que no entiende. recuerdo que de pequeña era ella quien me contaba historias a mí. historias de niñas que desaparecían de camino al colegio y que nunca encontraron, de ancianas que vivían en el bosque y hacían pócimas secretas, de animales que hablaban como los humanos y varias veces practicamos la telepatía, cada una en su habitación, de cara a la pared y con los ojos cerrados, muy concentradas pensando en algo para luego comprobar que no había funcionado. ella insistía en que tarde o temprano lo lograríamos y yo esperaba que tomara interés con otro asunto y me dejara ver los dibujos animados en paz. con la edad, lejos de abandonar estos temas, se metió más aún: el horóscopo, los viajes astrales, la vida en otros planetas o la construcción de las pirámides por seres de otra dimensión que convivían con nosotros pero que no estábamos suficientemente capacitados para ver. todos estamos acostumbrados a sus aficiones extravagantes, pero ese día me pilló desprevenida. estábamos hablando de la muerte de tres familiares cercanos y pensé que no era el momento de justificarlas con ese tipo de argumentos.
–esto es diferente, belén –me dijo–. nada que ver con todo lo otro.
–pues a mí me parece lo mismo que todo lo otro.
–no lo es, de verdad. pero en realidad da igual si crees en maldiciones o en casualidades. lo único que quiero decir es que faltan dos meses para navidad y papá lleva unos días pachucho. por no hablar de los dolores del primo joaquín.
la miré y negué con la cabeza varias veces.
–te has vuelto loca.
–¡no! sólo digo que llevamos tres de tres.
me levanté y me fui del bar donde habíamos quedado sin despedirme. pero la idea ya estaba metida en mi cabeza y mientras esperaba el autobús de regreso a casa admití que ese tres de tres era innegable.
por la noche llamé a mi padre, a pesar de ser lunes y de no soler llamarlo dos días seguidos. se quejó del panorama político, del calor que hacía para estar a finales de noviembre y de que mi madre quería comprar un horno nuevo. nada fuera de lo normal. cuando terminó con todas sus quejas y mi madre le gritaba por detrás que también quería hablar conmigo le pregunté cómo se encontraba.
–¿yo? yo estoy bien –dijo de pasada.
–¿no te duele nada? –insistí–. sara me contó que no estabas muy bien.
–ah, bueno… sara es una alarmista, ya sabes. por cualquier cosa hace un mundo. estuve unos días un poco resfriado pero nada más.
me molestó que sara supiera de aquel resfriado sin importancia y yo no. imaginé que ella había llamado días antes, coincidiendo con el constipado de mi padre o bien que él le tenía más confianza para contarle sobre sus dolencias, lo que me molestó aún más. le pedí a mi padre que me pasara con mamá, esperando que pudiera darme más información pero en vez de esto comenzó a explicarme los hornos que había estado viendo para la cocina.
–este año vienen los tíos de galicia –me explicó. no es que me haga mucha gracia, ya sabes cómo son y que cocinar no es lo mío, pero una vez al año no hace daño, supongo. además, tu padre está muy entusiasmado con la visita. hace más de siete años que nos los vemos, imagínate. así que estoy mirando hornos con más capacidad y potencia. el que tenemos tiene quince años y deja todo demasiado crudo o como una suela de zapatos. comprenderás que no puedo cocinar para trece con semejante trasto.
–¿entonces papá está bien? –pregunté sin haberle prestado atención.
–¿tu padre? cada día más viejo y más insoportable.

no se me iba de la cabeza. tres de tres. fuera maldición o sólo coincidencia no era descabellado pensar en un cuatro de cuatro. miraba el calendario y repasaba los parientes, lejanos y no tanto, con o sin enfermedades. las noches que no podía dormir comencé a hacer cábalas macabras que me dejaban aún más intranquila e insomne: mi tío por parte de padre estaba en la lista de espera para una operación de rodilla que le impedía caminar. mi primo pedro tenía una pierna más larga que la otra, mi prima nieves sufría de alergia cada primavera, sara se había roto un brazo a los quince años mientras jugaba al escondite, mi madre tuvo apendicitis pocos meses después de tenerme a mí. todo me parecían bagatelas, nada lo suficientemente serio como para preocuparse. pero entonces me acordaba de tío alfredo que, fuerte como un roble, murió una noche mientras dormía, sin previo aviso. todos estábamos en el mismo saco y, lejos de tranquilizarme, rehacía por enésima vez una lista de candidatos factibles.
dos semanas antes de navidad hablé con sara del asunto. no lo habíamos vuelto a hacer desde esa mañana en el bar y se sorprendió de que sacara el tema.
–¿sigues pensando en eso? –preguntó extrañada.
–¿tú no?
–no, claro que no. no te creía tan retorcida.
–¿retorcida yo? ¡fuiste tú quien sacó el tema y comenzó a hablar de maldiciones!
–qué tontería. cada día saco temas y eso no significa que tengas que quedarte pillada, dándole vueltas. mucho menos si son tan tétricos. ¿a quién se le ocurre?
–bueno, pues está claro que a mí. llevo un mes pensando en esto, sin que se me vaya de la cabeza.
sara se quedó callada unos segundos. tomó la taza de café que tenía delante, sopló y le dio un sorbo corto. luego preguntó:
–bueno, ¿y a quién le toca este año pues?
me sorprendí de la naturalidad con que formuló la pregunta, su tono de voz neutral y su gesto impertérrito. me encogí de hombros porque no me atreví a compartir mi lista y que descubriera que, verdaderamente, era una persona retorcida.
–está bien– dijo.
apartó la taza a un lado de la mesa, sacó el móvil de su bolso y repasamos todos los nombres de parientes que tenía en su agenda. silvia, alberta, diego, manuel, prima nieves… pronunciaba sus nombres como quien lee la lista de la compra y a continuación me miraba, esperando mi veredicto. luego ella daba su diagnóstico: imposible, nadie muere por una extracción de muelas, decía. o bien: ¿alberta? esa nos va a enterrar a todos, no lo dudes. a pesar de no haber pensado más en el asunto, tal y como aseguraba, tenía las cosas mucho más claras que yo. descartó a todos sin dilación y cuando su lista de nombres se hubo acabado dijo:
–bueno, pues ya está.
–¿nadie?
–nadie. este año no va a morirse nadie.
–¿y los de galicia? de ellos no sabemos nada.
–nadie.
–pues qué bien –dije con poca convicción.
comencé a pensar que sara me había tomado el pelo, como había hecho siempre con sus historia de niñas que desaparecían y de ancianas que hacían pócimas en el bosque. que me había querido asustar con un comentario mal intencionado, sólo para comprobar cómo reaccionaba. a pesar de las muertes reales que habíamos sufrido, había caído, de nuevo, en sus cuentos. esta vez no me levanté ni me fui sin despedirme, pero me prometí ser más lista que ella la próxima vez y no permitir que jugara de ese modo conmigo, mucho menos con algo tan serio como la muerte.

volví a dormir bien por las noches. dejé de hacer conjeturas y espacié las llamadas a mis padres porque andaba ocupada con mis propios asuntos que recobraron importancia. supe, por sara, que prima nieves estaba embarazada de cuatro meses y que la operación de rodilla de mi tío tenía fecha para después de reyes. cuando faltaban dos semanas para el veinticuatro –el inicio oficial de las fiestas en casa había conseguido comprar todos los regalos e incluso me había dado el capricho de comprarme un vestido nuevo para lucir esa noche. mentiría si dijera que me olvidé completamente del tema y que cuando mi padre abrió la puerta de casa, con un gorrito dorado ridículo, sujetando una bandeja de langostinos en una mano y una botella de champán en la otra, lo primero que pensé fue que había envejecido mucho en el último año.
habían decorado la casa con tantos motivos navideños que parecía otra. el árbol ocupaba la mitad del salón y habían encendido la chimenea de fuego, a pesar del calor que hacía en la habitación. había también niños correteando por los pasillos que no sabía quién eran y adultos yendo y viniendo de la cocina al comedor con platos y regalos, que me abrazaron como si me conocieran de toda la vida. resultaron ser los tíos de galicia. los hombres eran escandalosos y las mujeres se precipitaron a abrazarme nada más verme. no recuerdo ninguno de los nombres con los que se presentaron, pero escuché con una sonrisa ensayada sus comentarios sobre lo mucho que había crecido, lo bonito que era mi vestido y lo poco que me parecía a mi hermana. sara llegó media hora después y pareció encantada con el jolgorio. le faltó tiempo para ponerse un gorrito dorado como el de papá y se unió al juego de los niños, gritando más que ellos. mi madre quiso enseñarme el horno nuevo y explicarme cómo funcionaba cada botón, mientras aseguraba que había sido la mejor inversión de su vida y que esperaba que la comida estuviera deliciosa. yo comencé a marearme: el calor, el jaleo, el olor a cordero asado, a perfume, a sudor y a humo hicieron que me encerrara unos minutos en el baño. me refresqué la cara y me senté en el váter a la espera de que se me pasara, pero alguien llamó a la puerta antes de que se me secara la cara. uno de los críos estaba meándose y necesitaba entrar con más urgencia que yo salir.
nos sentamos a la mesa a las diez y media. los tíos de galicia insistieron en descorchar todas las botellas que habían traído y en permitir que los niños siguieran asalvajados haciendo volteretas en los sofás mientras nosotros comíamos. sara, sentada a mi lado, me preguntó si estaba bien.
estoy un poco mareada.
se te nota. tienes una cara de muerta…
pegué un salto involuntario.
¿qué? –dijo ella.
no hace falta que digas esto.
¿que diga qué?
lo de muerta –susurré.
¿qué? –repitió ella.
ya sabes a lo que me refiero.
no sé de qué estás hablando. ¿qué coño te pasa?
da igual.
mi madre me pasó un plato de jamón ibérico y otro de salmón ahumado. la visión de los platos delante de mis narices me mareó todavía más.
¿aún estás con eso? –preguntó al rato. ¿con lo de los muertos?
déjalo, anda.
¡aún estás con eso! ¡es eres increíble!
¿quieres hacer el favor de dejarme en paz? –chillé.
los niños dejaron de corretear y los adultos de brindar por todo lo que les pasaba por la cabeza y que creían hilarante. mi padre nos preguntó qué pasaba y las dos contestamos “nada” al unísono y bajamos la mirada a nuestros platos repletos de quesos, embutidos, langostinos y canapés de foie gras.

la mañana del veinticinco me desperté temprano. el silencio inusual de la casa me animó a salir de la habitación y a ordenar el comedor. había restos de papel de regalo por todas partes y varias copas medio llenas encima del televisor y los muebles. cuando terminé vacié el lavavajillas, me preparé un café y revisé mi móvil. contesté alguna felicitación navideña y puse las noticias. pasaron veinte minutos y me extrañó que nadie se hubiera levantado aún. me entretuve leyendo una de las revistas que mi madre compraba a escondidas de mi padre sobre famosos hasta que me pareció escuchar un gemido que venía del baño. 
¿sara? –pregunté después de llamar a la puerta.
creo que me voy a morir –musitó con un hilo de voz.
entré y la vi abrazada a la taza del váter, pálida y con el pijama empapado de sudor.
¿qué te ha pasado?
supongo que comí algo anoche que no me sentó bien.
y a continuación tuvo una arcada y hecho un líquido acuoso y amarillento en la taza. segundos después apareció mi padre, con el mismo aspecto que sara, solicitando con urgencia el uso del baño. cuando conseguimos establecer un orden de turnos, irrumpió mi madre que, viendo que sólo quedaba libre la bañera, se arrodilló delante de ella y vomitó.
pasé el día preparando infusiones, visitando a los pacientes en sus habitaciones, reponiendo papel de váter y atendiendo al teléfono que no paraba de sonar. una de las tías de galicia había ido a urgencias después de sufrir un desmayo y a uno de los críos le habían salido ronchas en los costados. varias veces escuché de la boca de mi hermana, que siempre fue muy mala enferma, que no iba a salir viva de esta. yo contestaba que era una exagerada y una dramática, pero ya de noche, cuando los tres dormían, engrosé la lista con nombres que ni mi hermana ni yo nos habíamos atrevido a mencionar: papá, mamá y sara. me estremecí y puse la tele para centrar la atención en cualquier otra cosa menos lúgubre.
la recuperación fue lenta y costosa. mamá perdió cinco kilos y la tía de galicia sugirió que el marisco que servimos en nochebuena no era fresco, de ahí la intoxicación. papá se enfadó y le contestó que si creía que nuestro marisco no estaba a la altura de su marisco, no se molestaran en volver. la tía de galicia dijo que, evidentemente, el marisco gallego no podía compararse con ningún otro marisco y dio por zanjada la discusión. mi hermana, por su lado, decidió dejar de envenenar su cuerpo, así mismo lo expresó, y se hizo vegana durante una semana.
para nochevieja se nos habían pasado a todos las ganas de celebración y decidimos quedarnos cada uno en su casa. agradecí esa noche de descanso y a pesar de que algunos amigos insistieron en que tenía que salir con ellos y que el año no podía comenzar en pijama, delante del televisor, preferí quedarme en casa, en pijama, delante del televisor. vi dos películas sin darme cuenta de que entrabamos en 2020 y a la una menos cuarto me fui a la cama con la intención de leer uno de esos libros que hacía dos meses que trataba de terminar. poco después recibí un mensaje de sara deseándome un feliz año y a las dos y cinco otro de mis amigos, acompañado de una foto en la que salían borrosos, sonrientes y con los mismos sombreritos dorados que habían llevado mi hermana y mi padre en nochebuena. apagué la luz poco después, sin sueño, pero con ganas de que pasara esa noche. de fondo se escuchaba el murmullo de las fiestas vecinas, la música y los aplausos de los que bailaban en los balcones. me sobrevino la melancolía típica de fin de año. había pasado otro año sin darme cuenta y temí que el que acabábamos de estrenar transcurriera igual de veloz. mientras esperaba que me venciera el sueño comencé a hacer lo que todo el mundo hace en algún momento en estas fechas: una lista de las cosas buenas que me habían ocurrido, otra de las no tan buenas, de lo que había dejado atrás y de lo que deseaba que sucediera en el 2020. lo último que recuerdo antes de quedarme dormida fue el entusiasmo anticipado por planear un viaje largo el próximo verano.
me despertó un sonido que tardé en reconocer. una alarma, un timbre agudo y repetitivo. el móvil. miré la hora en el despertador. las cinco y veinte. las fiestas de los vecinos habían terminado y el sonido del teléfono se hacía más atronador en medio de tanto silencio. me asusté. sabía de sobras que una llamada a ciertas horas de la madrugada equivalía a una tragedia. saqué el brazo de debajo del edredón y lo alargué hacia el móvil con la mano temblorosa. no, no, no, no, repetí varias veces en voz baja. número desconocido, anunciaba la pantalla. me vino a la cabeza, automáticamente, esa otra maldita lista: emilio, alberta, un amigo borracho que quería felicitarme el año, la prima nieves, los tíos de galicia, roberto, alguien que tecleó un seis en vez de un nueve, silvia, ana, papá, mamá, sara.
¿diga? –contesté con los ojos apretados y el corazón en un puño.
al otro lado de la línea alguien carraspeó suavemente antes de comenzar a hablar.

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