a. klimt
llevábamos tres muertos en los últimos tres años. el primero fue mi abuela marta, la mañana del veinticuatro de diciembre, a los ciento dos años y sin reconocer a ninguno de sus tres hijos. la pobre hacía más de quince años que vivía en una residencia, rodeada de monjas que la cuidaban y un par de fotos de toda la familia en la estantería de encima de la televisión, casi siempre apagada. cuando hablaba, algo que sucedía muy excepcionalmente, decía que esas voces, las de la televisión, la molestaban y que no hablaban su mismo idioma.
el año siguiente murió mi otra
abuela tania después de una enfermedad larga que la tenía harta y aburrida de
la vida.
–¿por qué no me matáis vosotros?
–nos preguntaba cuando íbamos a visitarla y estaba de humor–. nadie tendría por
qué saberlo, si lo planeamos bien. vosotros heredaríais
por fin los cuatro duros que tengo y yo respiraría tranquila. ganamos todos.
mi padre, su hijo, le decía que no
dijera tonterías, que nadie iba a hacer eso y entonces ella se enfadaba de
verdad y decía que si no éramos capaces de matarla al menos la dejáramos en paz
y sola.
el año pasado murió mi tío alfredo,
de madrugada, mientras dormía. sus últimas palabras fueron: “hoy no voy a cenar”.
fue un dos de enero y nos pilló a todos con la guardia bajada: tenía una salud
de hierro, se acababa de jubilar y estaba organizando un viaje a buenos aires
con su nueva novia argentina.
no me percaté hasta que mi hermana
sara me lo hizo notar, unos meses después del fallecimiento de alfredo, cuando
pudimos comenzar a asumir su muerte repentina.
–no me dirás que no es extraño: tres
muertes en tres años y siempre en las mismas fechas.
–lo es, pero estas cosas pasan,
supongo.
–¿en serio lo crees?
–¿tú no?
–no puede ser sólo una coincidencia.
–¿entonces qué?
–no lo sé. algo más.
miré a mi hermana esperando que
continuara porque estaba segura que llevaba pensando en eso mucho tiempo y que,
si no creía en las coincidencias, creía en algo mucho peor.
–¿qué? –pregunté al ver que se hacía
de rogar.
sara dejó la taza de café encima de
la mesa y me miró fijamente.
–una maldición –soltó.
me eché a reír tan fuerte que
algunos clientes se giraron para verme.
–¿una maldición en nuestra familia?
¿eso no les pasa sólo a la nobleza, a los de linaje importante?
ahora fue sara quien se rió, pero
inmediatamente se puso seria y contestó.
–no hace falta ser una princesa y
vivir en un castillo para que te echen una maldición.
–¿me estás hablando en serio? ¿ahora
crees en esto?
sara tiene tres años menos que yo y
siempre le ha gustado leer sobre temas que no entiende. recuerdo que de pequeña
era ella quien me contaba historias a mí. historias de niñas que desaparecían
de camino al colegio y que nunca encontraron, de ancianas que vivían en el
bosque y hacían pócimas secretas, de animales que hablaban como los humanos y
varias veces practicamos la telepatía, cada una en su habitación, de cara a la
pared y con los ojos cerrados, muy concentradas pensando en algo para luego
comprobar que no había funcionado. ella insistía en que tarde o temprano lo
lograríamos y yo esperaba que tomara interés con otro asunto y me dejara ver
los dibujos animados en paz. con la edad, lejos de abandonar estos temas, se
metió más aún: el horóscopo, los viajes astrales, la vida en otros planetas o
la construcción de las pirámides por seres de otra dimensión que convivían con
nosotros pero que no estábamos suficientemente capacitados para ver. todos
estamos acostumbrados a sus aficiones extravagantes, pero ese día me pilló
desprevenida. estábamos hablando de la muerte de tres familiares cercanos y
pensé que no era el momento de justificarlas con ese tipo de argumentos.
–esto es diferente, belén –me dijo–.
nada que ver con todo lo otro.
–pues a mí me parece lo mismo que
todo lo otro.
–no lo es, de verdad. pero en
realidad da igual si crees en maldiciones o en casualidades. lo único que
quiero decir es que faltan dos meses para navidad y papá lleva unos días
pachucho. por no hablar de los dolores del primo joaquín.
la miré y negué con la cabeza varias
veces.
–te has vuelto loca.
–¡no! sólo digo que llevamos tres de
tres.
me levanté y me fui del bar donde habíamos
quedado sin despedirme. pero la idea ya estaba metida en mi cabeza y mientras
esperaba el autobús de regreso a casa admití que ese tres de tres era
innegable.
por la noche llamé a mi padre, a
pesar de ser lunes y de no soler llamarlo dos días seguidos. se quejó del
panorama político, del calor que hacía para estar a finales de noviembre y de
que mi madre quería comprar un horno nuevo. nada fuera de lo normal. cuando
terminó con todas sus quejas y mi madre le gritaba por detrás que también
quería hablar conmigo le pregunté cómo se encontraba.
–¿yo? yo estoy bien –dijo de pasada.
–¿no te duele nada? –insistí–. sara
me contó que no estabas muy bien.
–ah, bueno… sara es una alarmista,
ya sabes. por cualquier cosa hace un mundo. estuve unos días un poco resfriado
pero nada más.
me molestó que sara supiera de aquel
resfriado sin importancia y yo no. imaginé que ella había llamado días antes,
coincidiendo con el constipado de mi padre o bien que él le tenía más confianza
para contarle sobre sus dolencias, lo que me molestó aún más. le pedí a mi
padre que me pasara con mamá, esperando que pudiera darme más información pero
en vez de esto comenzó a explicarme los hornos que había estado viendo para la
cocina.
–este año vienen los tíos de galicia
–me explicó–. no es que me haga mucha gracia, ya sabes cómo son y que cocinar
no es lo mío, pero una vez al año no hace daño, supongo. además, tu padre está
muy entusiasmado con la visita. hace más de siete años que nos los vemos,
imagínate. así que estoy mirando hornos con más capacidad y potencia. el que
tenemos tiene quince años y deja todo demasiado crudo o como una suela de
zapatos. comprenderás que no puedo cocinar para trece con semejante trasto.
–¿entonces papá está bien? –pregunté
sin haberle prestado atención.
–¿tu padre? cada día más viejo y más
insoportable.
no se me iba de la cabeza. tres de
tres. fuera maldición o sólo coincidencia no era descabellado pensar en un
cuatro de cuatro. miraba el calendario y repasaba los parientes, lejanos y no
tanto, con o sin enfermedades. las noches que no podía dormir comencé a hacer
cábalas macabras que me dejaban aún más intranquila e insomne: mi tío por parte
de padre estaba en la lista de espera para una operación de rodilla que le
impedía caminar. mi primo pedro tenía una pierna más larga que la otra, mi
prima nieves sufría de alergia cada primavera, sara se había roto un brazo a
los quince años mientras jugaba al escondite, mi madre tuvo apendicitis pocos
meses después de tenerme a mí. todo me parecían bagatelas, nada lo
suficientemente serio como para preocuparse. pero entonces me acordaba de tío
alfredo que, fuerte como un roble, murió una noche mientras dormía, sin previo
aviso. todos estábamos en el mismo saco y, lejos de tranquilizarme, rehacía por
enésima vez una lista de candidatos factibles.
dos semanas antes de navidad hablé
con sara del asunto. no lo habíamos vuelto a hacer desde esa mañana en el bar y
se sorprendió de que sacara el tema.
–¿sigues pensando en eso? –preguntó
extrañada.
–¿tú no?
–no, claro que no. no te creía tan
retorcida.
–¿retorcida yo? ¡fuiste tú quien
sacó el tema y comenzó a hablar de maldiciones!
–qué tontería. cada día saco temas y
eso no significa que tengas que quedarte pillada, dándole vueltas. mucho menos
si son tan tétricos. ¿a quién se le ocurre?
–bueno, pues está claro que a mí.
llevo un mes pensando en esto, sin que se me vaya de la cabeza.
sara se quedó callada unos segundos.
tomó la taza de café que tenía delante, sopló y le dio un sorbo corto. luego
preguntó:
–bueno, ¿y a quién le toca este año
pues?
me sorprendí de la naturalidad con
que formuló la pregunta, su tono de voz neutral y su gesto impertérrito. me
encogí de hombros porque no me atreví a compartir mi lista y que descubriera
que, verdaderamente, era una persona retorcida.
–está bien– dijo.
apartó la taza a un lado de la mesa,
sacó el móvil de su bolso y repasamos todos los nombres de parientes que tenía
en su agenda. silvia, alberta, diego, manuel, prima nieves… pronunciaba sus
nombres como quien lee la lista de la compra y a continuación me miraba,
esperando mi veredicto. luego ella daba su diagnóstico: imposible, nadie muere
por una extracción de muelas, decía. o bien: ¿alberta? esa nos va a enterrar a
todos, no lo dudes. a pesar de no haber pensado más en el asunto, tal y como
aseguraba, tenía las cosas mucho más claras que yo. descartó a todos sin dilación
y cuando su lista de nombres se hubo acabado dijo:
–bueno, pues ya está.
–¿nadie?
–nadie. este año no va a morirse
nadie.
–¿y los de galicia? de ellos no
sabemos nada.
–nadie.
–pues qué bien –dije con poca
convicción.
comencé a pensar que sara me había
tomado el pelo, como había hecho siempre con sus historia de niñas que
desaparecían y de ancianas que hacían pócimas en el bosque. que me había
querido asustar con un comentario mal intencionado, sólo para comprobar cómo
reaccionaba. a pesar de las muertes reales que habíamos sufrido, había caído,
de nuevo, en sus cuentos. esta vez no me levanté ni me fui sin despedirme, pero
me prometí ser más lista que ella la próxima vez y no permitir que jugara de
ese modo conmigo, mucho menos con algo tan serio como la muerte.
volví a dormir bien por las noches.
dejé de hacer conjeturas y espacié las llamadas a mis padres porque andaba
ocupada con mis propios asuntos que recobraron importancia. supe, por sara, que
prima nieves estaba embarazada de cuatro meses y que la operación de rodilla de
mi tío tenía fecha para después de reyes. cuando faltaban dos semanas para el
veinticuatro –el inicio oficial de las fiestas en casa– había conseguido
comprar todos los regalos e incluso me había dado el capricho de comprarme un
vestido nuevo para lucir esa noche. mentiría si dijera que me olvidé
completamente del tema y que cuando mi padre abrió la puerta de casa, con un
gorrito dorado ridículo, sujetando una bandeja de langostinos en una mano y una
botella de champán en la otra, lo primero que pensé fue que había envejecido
mucho en el último año.
habían decorado la casa con tantos
motivos navideños que parecía otra. el árbol ocupaba la mitad del salón y
habían encendido la chimenea de fuego, a pesar del calor que hacía en la
habitación. había también niños correteando por los pasillos que no sabía quién
eran y adultos yendo y viniendo de la cocina al comedor con platos y regalos,
que me abrazaron como si me conocieran de toda la vida. resultaron ser los tíos
de galicia. los hombres eran escandalosos y las mujeres se precipitaron a
abrazarme nada más verme. no recuerdo ninguno de los nombres con los que se
presentaron, pero escuché con una sonrisa ensayada sus comentarios sobre lo
mucho que había crecido, lo bonito que era mi vestido y lo poco que me parecía
a mi hermana. sara llegó media hora después y pareció encantada con el
jolgorio. le faltó tiempo para ponerse un gorrito dorado como el de papá y se
unió al juego de los niños, gritando más que ellos. mi madre quiso enseñarme el
horno nuevo y explicarme cómo funcionaba cada botón, mientras aseguraba que
había sido la mejor inversión de su vida y que esperaba que la comida estuviera
deliciosa. yo comencé a marearme: el calor, el jaleo, el olor a cordero asado,
a perfume, a sudor y a humo hicieron que me encerrara unos minutos en el baño.
me refresqué la cara y me senté en el váter a la espera de que se me pasara,
pero alguien llamó a la puerta antes de que se me secara la cara. uno de los
críos estaba meándose y necesitaba entrar con más urgencia que yo salir.
nos sentamos a la mesa a las diez y
media. los tíos de galicia insistieron en descorchar todas las botellas que
habían traído y en permitir que los niños siguieran asalvajados haciendo
volteretas en los sofás mientras nosotros comíamos. sara, sentada a mi lado, me
preguntó si estaba bien.
–estoy un poco mareada.
–se te nota. tienes una cara de
muerta…
pegué un salto involuntario.
–¿qué? –dijo ella.
–no hace falta que digas esto.
–no hace falta que digas esto.
–¿que diga qué?
–lo de muerta –susurré.
–¿qué? –repitió ella.
–ya sabes a lo que me refiero.
–no sé de qué estás hablando. ¿qué
coño te pasa?
–da igual.
mi madre me pasó un plato de jamón
ibérico y otro de salmón ahumado. la visión de los platos delante de mis
narices me mareó todavía más.
–¿aún estás con eso? –preguntó al
rato–. ¿con lo de los muertos?
–déjalo, anda.
–¡aún estás con eso! ¡es eres
increíble!
–¿quieres hacer el favor de dejarme
en paz? –chillé.
los niños dejaron de corretear y los
adultos de brindar por todo lo que les pasaba por la cabeza y que creían
hilarante. mi padre nos preguntó qué pasaba y las dos contestamos “nada” al
unísono y bajamos la mirada a nuestros platos repletos de quesos, embutidos,
langostinos y canapés de foie gras.
la mañana del veinticinco me
desperté temprano. el silencio inusual de la casa me animó a salir de la
habitación y a ordenar el comedor. había restos de papel de regalo por todas
partes y varias copas medio llenas encima del televisor y los muebles. cuando
terminé vacié el lavavajillas, me preparé un café y revisé mi móvil. contesté
alguna felicitación navideña y puse las noticias. pasaron veinte minutos y me
extrañó que nadie se hubiera levantado aún. me entretuve leyendo una de las
revistas que mi madre compraba a escondidas de mi padre sobre famosos hasta que
me pareció escuchar un gemido que venía del baño.
–¿sara? –pregunté después de llamar
a la puerta.
–creo que me voy a morir –musitó con
un hilo de voz.
entré y la vi abrazada a la taza del
váter, pálida y con el pijama empapado de sudor.
–¿qué te ha pasado?
–supongo que comí algo anoche que no
me sentó bien.
y a continuación tuvo una arcada y
hecho un líquido acuoso y amarillento en la taza. segundos después apareció mi
padre, con el mismo aspecto que sara, solicitando con urgencia el uso del baño.
cuando conseguimos establecer un orden de turnos, irrumpió mi madre que, viendo
que sólo quedaba libre la bañera, se arrodilló delante de ella y vomitó.
pasé el día preparando infusiones,
visitando a los pacientes en sus habitaciones, reponiendo papel de váter y
atendiendo al teléfono que no paraba de sonar. una de las tías de galicia había
ido a urgencias después de sufrir un desmayo y a uno de los críos le habían
salido ronchas en los costados. varias veces escuché de la boca de mi hermana,
que siempre fue muy mala enferma, que no iba a salir viva de esta. yo
contestaba que era una exagerada y una dramática, pero ya de noche, cuando los
tres dormían, engrosé la lista con nombres que ni mi hermana ni yo nos habíamos
atrevido a mencionar: papá, mamá y sara. me estremecí y puse la tele para
centrar la atención en cualquier otra cosa menos lúgubre.
la recuperación fue lenta y costosa.
mamá perdió cinco kilos y la tía de galicia sugirió que el marisco que servimos
en nochebuena no era fresco, de ahí la intoxicación. papá se enfadó y le
contestó que si creía que nuestro marisco no estaba a la altura de su marisco,
no se molestaran en volver. la tía de galicia dijo que, evidentemente, el
marisco gallego no podía compararse con ningún otro marisco y dio por zanjada
la discusión. mi hermana, por su lado, decidió dejar de envenenar su cuerpo,
así mismo lo expresó, y se hizo vegana durante una semana.
para nochevieja se nos habían pasado
a todos las ganas de celebración y decidimos quedarnos cada uno en su casa.
agradecí esa noche de descanso y a pesar de que algunos amigos insistieron en
que tenía que salir con ellos y que el año no podía comenzar en pijama, delante
del televisor, preferí quedarme en casa, en pijama, delante del televisor. vi
dos películas sin darme cuenta de que entrabamos en 2020 y a la una menos
cuarto me fui a la cama con la intención de leer uno de esos libros que hacía
dos meses que trataba de terminar. poco después recibí un mensaje de sara
deseándome un feliz año y a las dos y cinco otro de mis amigos, acompañado de
una foto en la que salían borrosos, sonrientes y con los mismos sombreritos
dorados que habían llevado mi hermana y mi padre en nochebuena. apagué la luz
poco después, sin sueño, pero con ganas de que pasara esa noche. de fondo se
escuchaba el murmullo de las fiestas vecinas, la música y los aplausos de los
que bailaban en los balcones. me sobrevino la melancolía típica de fin de año.
había pasado otro año sin darme cuenta y temí que el que acabábamos de estrenar
transcurriera igual de veloz. mientras esperaba que me venciera el sueño
comencé a hacer lo que todo el mundo hace en algún momento en estas fechas: una
lista de las cosas buenas que me habían ocurrido, otra de las no tan buenas, de
lo que había dejado atrás y de lo que deseaba que sucediera en el 2020. lo
último que recuerdo antes de quedarme dormida fue el entusiasmo anticipado por
planear un viaje largo el próximo verano.
me despertó un sonido que tardé en
reconocer. una alarma, un timbre agudo y repetitivo. el móvil. miré la hora en
el despertador. las cinco y veinte. las fiestas de los vecinos habían terminado
y el sonido del teléfono se hacía más atronador en medio de tanto silencio. me
asusté. sabía de sobras que una llamada a ciertas horas de la madrugada
equivalía a una tragedia. saqué el brazo de debajo del edredón y lo alargué
hacia el móvil con la mano temblorosa. no, no, no, no, repetí varias veces en
voz baja. número desconocido, anunciaba la pantalla. me vino a la cabeza,
automáticamente, esa otra maldita lista: emilio, alberta, un amigo borracho que
quería felicitarme el año, la prima nieves, los tíos de galicia, roberto,
alguien que tecleó un seis en vez de un nueve, silvia, ana, papá, mamá, sara.
–¿diga? –contesté con los ojos
apretados y el corazón en un puño.
al otro lado de la línea alguien
carraspeó suavemente antes de comenzar a hablar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario