Tenía treinta y cuatro años; no era una novia joven, pero cuadraba con mi estrecha franja de mundo: hija el baby boom, profesional de clase media, ombliguista convencida. Las de mi perfil no nos casábamos jóvenes. Cuando nosotras teníamos ventintantos, el matrimonio estaba tan de modo como las fiestas de Tupperware.
Me casé con el hombre con el que me casé porque me gustaba más la versión que tenía él de mí que la mía propia. Me casé con él porque lo quería, porque me sentía más real con él de lo que me había sentido con nadie. Me casé con él porque le encantaba Ford Madox Ford, porque preparaba unos martinis perfectos, porque podíamos pelear sin que se desmoronasen las paredes, porque estaba más cómodo con ser hombre que cualquier otro que hubiera conocido, porque asumía la responsabilidad con una facilidad engañosa, y porque se le humedecían los ojos con el buen talante cotidiano de la gente corriente.
No eran ni mis mejores ni peores, en lo que a razones se refiere, que cualquier otra que haya oído: tales decisiones dependen de una ilusión óptica, de un tic del reloj, de la decisión urgente de un corazón errante y poco fiable.
El primer San Valentín que celebramos tras la boda, mi marido me regaló unas toallas de baño. Eran toallas rojas, de las “suplentes”, de esas con hilos salidos y otros defectos que las condenan a los estantes de oportunidades. Por todo envoltorio, le había puesto un lazo a la bolsa de la tienda.
Recuerdo que lloré mientras las desdoblaba. Estaba furiosa: las toallas eran una metáfora que empañaba el sol, que chillaba por encima del tranquilizador zumbido de la cotidianeidad que estaba formándose poco a poco a nuestro alrededor.
Fue una crisis romántica, unos cálculos emocionales e históricos en los que mi marido, por desgracia, no dio la talla.
Ahora soy capaz de ver que por entonces no éramos realmente un matrimonio; seguíamos en el estadio del romance adolescente –me quiere, no me quiere-, fascinados aún por el drama agudo y la emoción subida de tono del cortejo y de la pasión, en los que una mirada de reojo puede detonar un repentino peligro emocional.
Lo que no recuerdo ya es por qué estaba tan enfadada. El razonamiento debió de ser algo parecido a esto: yo lo he apostado todo por este hombre y no es lo que pensaba; no es el hombre que llora cuando lee a Ford Madox Ford. Me he definido a mí misma en función de esta elección, de este hombre, y resulta que es de Esos Que Te Regalan Toallas.
Me sonrío cuando recuerdo ahora esta historia, ambientada en la fase en la que el matrimonio es todavía un espejo que solo refleja el parecer propio, tan cuidadosamente construido como fácil de quebrar. Mi marido sigue regalándome toallas de baño todos los años de San Valentín y todos los años me río. Se ha convertido en parte de nuestra mitología. Pero la risa es en sí una incisiva crítica a cómo han cambiado las cosas, a cómo cada uno ha cambiado, a cómo las dos personas que sonríen por esta broma llevan manchas imborrables de las expectativas y las decepciones del otro, a cómo quienes somos es un compuesto de quienes podíamos haber sido reflejado a través de la lente de la persona con quien nos casamos. La risa en un cubrecama que tapa los palos que nos hemos dado el uno al otro, las cicatrices que nos han dejado las distintas cirugías que nos hemos practicado mutuamente, los entusiasmos desalentados para que pueda surgir una pareja.
Cuando estaba soltera, equiparaba el matrimonio con un hundimiento: tu identidad desaparecía, tu intimidad quedaba invadida, tu yo, sumergido. Después de casarme descubrí que estaba en lo cierto; lo que no sabía era hasta qué punto podía ser anfibia.
Todos los matrimonios son prendas remendadas. En el matrimonio n haces que todo sea mejor; lo superas. Al casarte, tal y como advirtió Robert Louis Stevenson, “estás metiendo voluntariamente en tu vida a un testigo y se acabó lo de hacer la vista gorda con pasajes en los que no quedas bien retratado, mas has de enderezar el cuerpo y responsabilizarte de su tus actos”. Porque si tú no lo haces, lo hará ella…
Hay una hondura de intimidad en el hacer el amor domesticado que no tiene parangón: con todo, hay momentos en que la idea de hacer el amor con una única persona durante el resto de tu vida puede darte dolor de cabeza. De modo que ¿dónde nos deja eso, aparte de mirando al techo a las tres de la mañana o el uno al otro por encima de los restos del tiramisú? No lo sé. El matrimonio, cuando funciona, es un misterio hecho de un ir y venir tan complejo de afecto, admiración, furia, ritual, así como un entender paulatino de que, con la persona adecuada, no es tan mal forma de vivir la vida. Pero si significa renunciar al fuego y a los primeros besos, entonces parece algo más que una pequeña muerte. Así que no te queda más remedio que una elección sencilla: abnegación o traición, contención o éxtasis, tierra o fuego, la dama o la vagabunda.
La mayoría optamos por no asumir el riesgo mientras dejamos abierto el resquicio, en lo que se parece mucho a cómo yo sigo sin fumar solo porque hago como que todavía no me he fumado mi último cigarro.
Pero entonces es domingo por la tarde. Mi marido y yo estamos jugando al Monopoly Junior con nuestra hija. Las trompetas de Chet Baker se han apoderado de la habitación. Yo de soltera le tenía manía al jazz, pero ahora nuestro matrimonio está marinado en esta música, en las formas en que he cambiado y las cosas que he llegado a saber, en exasperación y elegancia, en la poesía de la cotidianeidad, en el solaz de la compañía del otro.
Veo las maneras en que mi marido me ha salvado, las formas en que yo lo he salvado a él. Los miembros fantasmas que perdimos en la construcción de este matrimonio siguen doliendo, pero en ese momento la pérdida parece un gaje del oficio manejable. Solo veo el valor y la bondad que suscita el matrimonio, no los costes, y me da la impresión de que nos da la única oportunidad de ser héroes. Quiero que la canción que está tocando Baker no se termine nunca.
En la prosperidad y la adversidad, Lynn Darling
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