Detuvo el motor, se aflojó, largó un aire retenido demasiado tiempo. Bueno, ¿qué querés hacer? Me esperaba cualquier cosa menos una pregunta. Pensé que el resultado era positivo o negativo, que me diría cuánto tiempo me quedaba, en semanas, en días. Pensé que lloraría. Pero una pregunta, no. ¿Qué decís? Pero no pude decir nada, pobre. E hizo una pausa en la que toda mi vida fue un silbido agudo. El bosque eran árboles como tigres alzados. No voy a poder olvidar, dijo, y por primera vez fue solemne. Silencio, más ahogado que el anterior. Un zumbido agarrado a mis oídos cayó con la velocidad de un pájaro muerto. No se podría hacer nada después de esa mirada, qué me toca agregar ahora. Cuando vio que no iba a dar batalla, dijo, prendiendo un pucho, además, ellos están esperando un hijo. Bueno, dos, porque son mellicitos. Y, aunque intentamos ponernos serios, nos tentamos de risa, no sé de qué, la palabra mellicitos. ¿Y si tenemos uno nosotros? ¿Otro hijo?, preguntó ahogado en una tos. Y volvimos a estallar de risa. Un hijo más, nosotros. Ahí estuvimos los dos por última vez riendo a risotadas como un matrimonio feliz. Bajé sin abrir la puerta, era un modelo práctico para separarse. Él dio media vuelta y me vio perderme entre matorrales. El primer momento fue puro dolor. Ese tipo de dolor que no se comparte ni con uno mismo. Estuve de luto mucho tiempo, pero en un momento tuve, como la viuda cuando pone la llave en la puerta de su casa, por primera vez, como cuando cena sin hablar, por primera vez, como la viuda se acuesta sola, por primera vez, una tristeza excitante, salvaje.
Matate, amor, Ariana Harwicz
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