04 febrero 2019

de cuando sabía de todo

en el primer año de universidad me enamoré de alberto. mis amigas le encontraron rápidamente un apodo cuando se enteraron −alarmadas por mi peculiar debilidad para cierto tipo de chicos englobados en el grupo de raritos, zarrapastrosos y fumetas−  que me gustaba: el serpiente. los pantalones ajustados, imitación de la piel escamada de una serpiente, de color verdoso y negro que llevaba a menudo fueron el motivo de semejante mote que, por otro lado, siempre creí mucho mejor que su propio nombre, aburrido y neutro, demasiado falto de personalidad. el serpiente era cuatro años mayor y siempre iba acompañado de alguna chica rubia de melena larga y pantalones igualmente ajustados que le acariciaba el pelo largo y rizado o le daba un par de caladas a los cigarrillos antes de colocarlos entre sus labios. verlo me producía tal nerviosismo que prefería hacerlo desde muy lejos, de forma que era imposible que supiera que existía. me iba bien así o más bien, me había conformado con ver el espectáculo desde el otro lado de la barrera. el lado seguro, el lado en el que nunca sucedía nada. sabía que no tenía ninguna posibilidad –mi cuerpo flaco, mis tetas planas, mi pelo crepado y mi sonrojo exagerado lo confirmaban, en caso de duda− y me bastaba con saber que, de vez en cuando, lo veía tumbado en algún banco cuando hacía sol o esperábamos el mismo autobús, a las tres de la tarde.
una mañana, en clase de arte clásico, cuando la profesora había comenzado a hablar del friso de las panateneas con su puntero laser y su voz monótona, se abrió la puerta y apareció él, con sus pantalones de imitación y una chaqueta larga hasta las rodillas. marta koppel, una alemana grandota y rosada, interrumpió la clase, recordó la importancia de llegar a la hora y esperó a que el serpiente dejara de armar alboroto y se sentara. inexplicablemente, lo hizo a mi lado y me saludó como si hiciera tiempo que nos conocíamos.
−¿habéis hecho mucho? –me preguntó cuando se quitó la chaqueta y el jersey de lana que olía a naranja. balbuceé que no, que habíamos empezado hacía menos de cinco minutos. me molestó mi precisión de marisabidilla meticulosa.
−¿tienes un boli?
balbuceé que sí.
−¿y papel?
marta koppel paró de nuevo la clase y nos apuntó con el puntero laser:
−¿vais a callaros de una vez?
era la primera vez en mi vida que una profesora me ponía en evidencia delante de mis compañeros. me sentí indómita y poderosa. el serpiente pidió perdón y prometió que no volvería a ocurrir. la clase se rio de su sinceridad fingida. luego me miró unos segundos. era la primera vez que lo tenía tan cerca y creí que iba a escuchar los latidos acelerados de mi corazón. “esta tía está loca, ¿no?”, apuntó en una nota que me pasó a media clase.
contaba los días para las clases de arte clásico. él llegaba siempre tarde y yo siempre dejaba mi abrigo en el asiento contiguo para que se sentara a mi lado. me hacía reír en el aula para que la koppel nos echara bronca, me pedía los apuntes cuando se iba antes porque la clase lo aburría, comenzó a saludarme por los pasillos, un día nos sentamos juntos en el autobús de vuelta y otro me pidió si quería acompañarlo a una exposición de mapplethorpe.  le dije que sí, le dije que me encantaba mapplethorpe –no había escuchado en la vida ese nombre− y dejé de dormir dos días antes de la cita. no pasó nada esa tarde. hablamos mucho, eso sí. me contó de sus hermanas gemelas, del trabajo de restauradora de su madre y del estudio que tenía en el centro. me contó de los planes que tenía para el verano y de lo mal que llevaba los exámenes. me contó que le recordaba a alguien, a una actriz que salía en una película polaca de la que no recordaba el nombre y me puso la mano en la cintura antes de que se marchara a un concierto con unos amigos y yo regresara a mi casa, pletórica, incrédula, temblando. la siguiente vez que lo vi, por los pasillos de la universidad, iba con una chica de pelo corto y me saludó con un leve movimiento de cabeza. tardó un par de semanas en volver a clase y cuando por fin lo hizo, con esos pantalones de serpiente cada vez más desgastados, me preguntó si quería ir a pasar tres o cuatro días en el estudio de su madre, para preparar los exámenes. no me quedó más remedio que mentir. sabía que mis padres no iban a dejarme ir tres días con un chico a quien prácticamente no conocía y tampoco ellos. muchos menos un chico cuatro años mayor que yo. mucho menos un chico que fumaba porros, llevaba el pelo largo y pantalones de serpiente. no. no iba a funcionar así que les mentí. me iba con las amigas, a la casa de la playa de una de ellas. no pusieron ninguna pega y me dieron dinero para que lo pasara bien. el estudio de la madre del serpiente era grande, de techos altos, paredes gruesas y estaba repleto de estanterías polvorientas con libros de todo tipo: arte, literatura, cocina árabe. había también muchos cuadros en las paredes y esculturas de madera que, según me explicó el serpiente, hacía ella cuando tenía tiempo libre. dejé mi pequeña bolsa en el único cuarto que había. una cama grande ocupaba parte de la estancia y de inmediato sentí que aquello no iba a salir bien. había cometido un error, había mentido a mis padres y ahora no iba a poder salir de esa casa abarrotada en tres días. desde la cocina el serpiente gritó que sólo había vino tinto. contesté que estaba bien, aunque odiaba incluso su olor. nos sentamos en un sofá raído y me sirvió una copa y después otra. no tardé en sentir la cabeza pesada y el salón comenzó a darme vueltas. el serpiente hablaba y hablaba, pero yo no sabía de qué. sólo escuchaba su voz suave y su risa lejana, de vez en cuando. en algún momento me preguntó si estaba bien y le contesté que sí, que mucho. cuando dejé la copa vacía en el suelo me besó. sentía que me faltaba el aire y que su brazo, deslizándose por debajo de la camiseta, me aplastaba el pecho. pero no me moví. al contrario, ofrecí mi boca y mi lengua y dejé que su mano palpara mi piel sudada. cuando propuso movernos a la cama lo seguí cogida de su mano grande. tenía sed y, a pesar de estar a principios de un junio caluroso, me estremecí, pero no dije nada. dejé que me tumbara en la cama cubierta de una sábana granate y que desabrochara mis pantalones cortos. escuchaba su respiración entrecortada y puede que en algún momento susurrara mi nombre. me bajó las bragas y cuando sus manos subieron hacia mis muslos se lo dije:
−esta es mi primera vez.
se detuvo en seco y entornó sus ojos negros. enseguida apartó sus manos de mí, como si mi cuerpo le hubiera dado un calambrazo doloroso y advertí su decepción.
−esto cambia todo –dijo.
no me atreví a preguntar por qué, pero sentí lo mismo. él quería divertirse y en cambio tenía en la cama de su madre a una cría de diecisiete años que no había ido más allá de un par de besos con algún chico imberbe a la salida de alguna fiesta. nos separamos y le dije que tenía mucha sed. él fue a la cocina y yo me puse de nuevo las bragas.
pasamos el resto de días intentando recuperar cierta normalidad. estudiábamos hasta el mediodía y por la tarde él salía a dar una vuelta con algún amigo. yo le decía que prefería quedarme. en realidad temía encontrarme con mis padres o con alguien que pudiera delatar mi paradero. por la noche, a pesar de compartir cama, él se instalaba en un extremo y yo en el otro, asegurándonos que no íbamos a tocarnos. nos despedimos aliviados al tercer día, con un beso breve en la mejilla. no se me ocurrió mirar hacia atrás e imagino que a él tampoco. al entrar en casa mi madre miró con recelo mis piernas blancuchas. 
−estás más pálida de lo estabas cuando que te fuiste.
−no hizo sol ningún día.
−¿no? aquí sí, cada día. 
vaya.
¿de verdad has estado en la playa?
−¡claro que he estado en la playa, mamá! –chillé. ella negó con la cabeza.
−qué mal se te da mentir.
−no estoy mintiendo. sólo estaba nublado.
−tú sabrás lo que haces, hija, ya eres mayorcita.
me encerré en la habitación y rompí a llorar con la cabeza escondida en la almohada para que nadie escuchara mi tragedia. aprobé todos los exámenes, arte clásico con nota. también el serpiente. el último día de curso lo vi con la chica del pelo corto. iban cogidos de la mano, él con sus pantalones ajustados, ella con una camiseta corta que dejaba ver su ombligo minúsculo y moreno. ninguno de los dos me miró cuando me crucé con ellos en el pasillo. 

2 comentarios:

  1. Qué triste final, y qué agridulce a la vez pensar "menos mal que no pasó algo peor".

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