una
mañana, en clase de arte clásico, cuando la profesora había comenzado a hablar
del friso de las panateneas con su puntero laser y su voz monótona, se abrió la
puerta y apareció él, con sus pantalones de imitación y una chaqueta larga
hasta las rodillas. marta koppel, una alemana grandota y rosada, interrumpió la
clase, recordó la importancia de llegar a la hora y esperó a que el serpiente dejara
de armar alboroto y se sentara. inexplicablemente, lo hizo a mi lado y me
saludó como si hiciera tiempo que nos conocíamos.
−¿habéis
hecho mucho? –me preguntó cuando se quitó la chaqueta y el jersey de lana que
olía a naranja. balbuceé que no, que habíamos empezado hacía menos de cinco
minutos. me molestó mi precisión de marisabidilla meticulosa.
−¿tienes
un boli?
balbuceé
que sí.
−¿y
papel?
marta
koppel paró de nuevo la clase y nos apuntó con el puntero laser:
−¿vais a
callaros de una vez?
era la
primera vez en mi vida que una profesora me ponía en evidencia delante de mis
compañeros. me sentí indómita y poderosa. el serpiente pidió perdón y prometió
que no volvería a ocurrir. la clase se rio de su sinceridad fingida. luego me
miró unos segundos. era la primera vez que lo tenía tan cerca y creí que iba a
escuchar los latidos acelerados de mi corazón. “esta tía está loca, ¿no?”, apuntó
en una nota que me pasó a media clase.
contaba
los días para las clases de arte clásico. él llegaba siempre tarde y yo siempre
dejaba mi abrigo en el asiento contiguo para que se sentara a mi lado. me hacía
reír en el aula para que la koppel nos echara bronca, me pedía los apuntes
cuando se iba antes porque la clase lo aburría, comenzó a saludarme por los
pasillos, un día nos sentamos juntos en el autobús de vuelta y otro me pidió si
quería acompañarlo a una exposición de mapplethorpe. le dije que sí, le dije que me encantaba
mapplethorpe –no había escuchado en la vida ese nombre− y dejé de dormir dos
días antes de la cita. no pasó nada esa tarde. hablamos mucho, eso sí. me contó
de sus hermanas gemelas, del trabajo de restauradora de su madre y del
estudio que tenía en el centro. me contó de los planes que tenía para el verano
y de lo mal que llevaba los exámenes. me contó que le recordaba a alguien, a
una actriz que salía en una película polaca de la que no recordaba el nombre y
me puso la mano en la cintura antes de que se marchara a un concierto con unos
amigos y yo regresara a mi casa, pletórica, incrédula, temblando. la siguiente vez que lo vi, por los pasillos de la
universidad, iba con una chica de pelo corto y me saludó con un leve movimiento
de cabeza. tardó un par de semanas en volver a clase y cuando por fin lo hizo,
con esos pantalones de serpiente cada vez más desgastados, me preguntó si
quería ir a pasar tres o cuatro días en el estudio de su madre, para preparar
los exámenes. no me quedó más remedio que mentir. sabía que mis padres no iban
a dejarme ir tres días con un chico a quien prácticamente no conocía y tampoco
ellos. muchos menos un chico cuatro años mayor que yo. mucho menos un chico que
fumaba porros, llevaba el pelo largo y pantalones de serpiente. no. no iba a
funcionar así que les mentí. me iba con las amigas, a la casa de la playa de
una de ellas. no pusieron ninguna pega y me dieron dinero para que lo pasara
bien. el estudio de la madre del serpiente era grande, de techos altos, paredes
gruesas y estaba repleto de estanterías polvorientas con libros de todo tipo:
arte, literatura, cocina árabe. había también muchos cuadros en las paredes y
esculturas de madera que, según me explicó el serpiente, hacía ella cuando
tenía tiempo libre. dejé mi pequeña bolsa en el único cuarto que había. una
cama grande ocupaba parte de la estancia y de inmediato sentí que aquello no
iba a salir bien. había cometido un error, había mentido a mis padres y ahora
no iba a poder salir de esa casa abarrotada en tres días. desde la cocina el
serpiente gritó que sólo había vino tinto. contesté que estaba bien, aunque
odiaba incluso su olor. nos sentamos en un sofá raído y me sirvió una copa y
después otra. no tardé en sentir la cabeza pesada y el salón comenzó a darme
vueltas. el serpiente hablaba y hablaba, pero yo no sabía de qué. sólo
escuchaba su voz suave y su risa lejana, de vez en cuando. en algún momento me
preguntó si estaba bien y le contesté que sí, que mucho. cuando dejé la copa
vacía en el suelo me besó. sentía que me faltaba el aire y que su brazo,
deslizándose por debajo de la camiseta, me aplastaba el pecho. pero no me moví.
al contrario, ofrecí mi boca y mi lengua y dejé que su mano palpara mi piel
sudada. cuando propuso movernos a la cama lo seguí cogida de su mano grande.
tenía sed y, a pesar de estar a principios de un junio caluroso, me estremecí,
pero no dije nada. dejé que me tumbara en la cama cubierta de una sábana
granate y que desabrochara mis pantalones cortos. escuchaba su respiración
entrecortada y puede que en algún momento susurrara mi nombre. me bajó las
bragas y cuando sus manos subieron hacia mis muslos se lo dije:
−esta es
mi primera vez.
se
detuvo en seco y entornó sus ojos negros. enseguida apartó sus manos de mí,
como si mi cuerpo le hubiera dado un calambrazo doloroso y advertí su
decepción.
−esto
cambia todo –dijo.
no me
atreví a preguntar por qué, pero sentí lo mismo. él quería divertirse y en cambio tenía en la cama de su madre a una cría de diecisiete
años que no había ido más allá de un par de besos con algún chico imberbe a la salida de
alguna fiesta. nos separamos y le dije que tenía mucha sed. él fue a la cocina
y yo me puse de nuevo las bragas.
pasamos
el resto de días intentando recuperar cierta normalidad. estudiábamos hasta el
mediodía y por la tarde él salía a dar una vuelta con algún amigo. yo le decía
que prefería quedarme. en realidad temía encontrarme con mis padres o con
alguien que pudiera delatar mi paradero. por la noche, a pesar de compartir
cama, él se instalaba en un extremo y yo en el otro, asegurándonos que no
íbamos a tocarnos. nos despedimos aliviados al tercer día, con un beso breve en la mejilla. no se me ocurrió mirar hacia atrás e imagino que a él tampoco. al entrar en casa mi madre miró con recelo mis piernas blancuchas.
−estás
más pálida de lo estabas cuando que te fuiste.
−no hizo
sol ningún día.
−¿no? aquí sí, cada día.
−vaya.
−¿de verdad has estado en la playa?
−vaya.
−¿de verdad has estado en la playa?
−¡claro
que he estado en la playa, mamá! –chillé. ella negó con la cabeza.
−qué mal se te da mentir.
−no estoy mintiendo. sólo estaba nublado.
−tú
sabrás lo que haces, hija, ya eres mayorcita.
me
encerré en la habitación y rompí a llorar con la cabeza escondida en la almohada para
que nadie escuchara mi tragedia. aprobé todos los exámenes, arte clásico con nota.
también el serpiente. el último día de curso lo vi con la chica del pelo corto.
iban cogidos de la mano, él con sus pantalones ajustados, ella con una camiseta
corta que dejaba ver su ombligo minúsculo y moreno. ninguno de los dos me miró
cuando me crucé con ellos en el pasillo.
Qué triste final, y qué agridulce a la vez pensar "menos mal que no pasó algo peor".
ResponderEliminarflojo............
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