26 noviembre 2018

a las nueve en punto

salió de la nada. o puede que yo cerrara los ojos unos segundos. sí, puede ser: eran la seis de la mañana y llevaba cinco horas conduciendo. no me dio tiempo a frenar. para cuando lo hice la ventana delantera estaba salpicada de sangre. paré el coche en medio de la carretera y abrí la puerta. una bofetada de aire gélido y viento terminó de desvelarme por completo. comencé a tiritar, aunque no tenía nada que ver con la temperatura. era un ciervo pequeño. tenía la tripa abierta y se estaba formando un charco de sangre negruzca y espesa alrededor de su cuerpo reventado. “mierda, joder”, solté. revisé el capó, abollado en un lateral y con restos de vísceras del animal. “joder, joder, joder”, grité en medio de la oscuridad de la noche. no iba a llegar a tiempo. llamar a la policía, esperar a que llegaran, las preguntas, el parte, retirar el cuerpo del animal, más preguntas. puede que incluso me hicieran soplar. me había parado a tomar un par de cervezas hacía unas horas… y luego habría que avisar a polly, a esas horas. se asustaría primero y discutiríamos después. “siempre haces igual”, diría. “eres un irresponsable y tus hijos nunca han sido tu prioridad. un irresponsable y un perdedor”, repetiría varias veces hasta que comenzáramos a chillarnos y uno de los dos colgara, dejando al otro con la palabra en la boca. resoplé varias veces, fui hacia el arcén y pateé algunas piedras pequeñas que salieron disparadas en varias direcciones. había olvidado el frío y notaba la espalda empapada de sudor. habíamos quedado que los recogería a las nueve. “a las nueve en punto”, había recalcado polly varias veces. yo le había asegurado que sí. “a ti ya no te creo nada”, había dicho antes de colgar. les había prometido a los niños que iríamos a pescar, que pasaríamos dos días en las montañas, que haríamos fuego y que subiríamos a los lagos. hacía más de dos meses que no los veía y aunque polly seguía sin fiarse de mí había accedido a regañadientes a que los viera. y ahora no iba a llegar por culpa de un maldito ciervo que me miraba con sus ojos negros y asustados y polly tendría razón. un perdedor. un irresponsable. regresé al coche y busqué en los bolsillos de la chaqueta. saqué un cigarrillo y lo fumé rápido mientras daba vueltas al animal muerto. el sonido de las ramas mecidas por el viento era el único ruido que escuchaba en medio de esa carretera secundaria y desértica. me reí al pensar que, de cruzarse algún otro vehículo y verme ahí, con el ciervo abierto en canal, se llevaría un susto de muerte. había que moverse. le di la última calada al cigarrillo, apagué la colilla con la punta de las botas y me arremangué. los regueros de sangre habían alcanzado el carril contrario y las ruedas traseras del coche. cogí al animal por las patas. tenía un pelaje suave y su cuerpo seguía aún cálido. comencé a tirar de él con fuerza. eran apenas un par de metros hasta la cuneta y el comienzo de la ladera, pero el condenado pesaba una tonelada y, fuera del alcance de las luces del coche, me costaba ver un lugar escondido donde dejarlo. un empujón más. y otro. resollaba. entonces escuché, a lo lejos, el ruido de un motor. alcé la cabeza, pero no vi nada, ni un sólo destello. sólo son imaginaciones tuyas, pensé. acaba con esto rápido y en menos de tres horas estarás con tus hijos. sentía las manos viscosas, el corazón acelerado. la sangre del animal me había manchado la camisa, los bajos de los pantalones y las botas. continué tirando, cada vez más sudado y cansado, hasta llegar a la cuneta y ahí lo dejé, a la vista de todo aquel que pasara por la carretera. después, con un jersey viejo que había empaquetado para la acampada, limpié la parte delantera del coche y el cristal de la ventana que quedó embarrada y pegajosa. me sequé las manos, la frente, el sudor del cuello y tiré el jersey al lado del ciervo. a pesar de poder continuar mi camino seguía alterado. tenía un sabor metálico en la boca y el hedor a sangre e intestinos impregnaba el aire glacial de la noche. “sólo es un ciervo”, me decía, “un puto ciervo. en nada verás a los niños y todo esto habrá pasado”. subí al coche, busqué los cigarrillos y arranqué. el ruido sordo del motor me tranquilizó. miré por el retrovisor mientras me alejaba del animal que se convertía en un bulto deforme y difuso. conduje rápido, más de lo que las señales de tráfico permitían, las ventanas abiertas y la música alta. a las nueve menos cuarto aparqué delante de la casa de polly. bajé del vehículo con una bolsa de regalos que les había comprado a los críos y llamé al timbre. podía escuchar su alboroto mientras bajaban las escaleras y la voz de polly que les pedía que se calmaran. sonreí al pensar en esos días que pasaríamos juntos y en todo lo que íbamos a hacer. polly abrió la puerta y me miró aterrada. los niños, detrás de ella, dejaron de sonreír, entornaron sus ojos pequeños y oscuros y dieron unos pasos hacia atrás.   

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