aunque
suene mal decirlo el día que enterraron a tía águeda, martín y yo estábamos
realmente felices. acabábamos de recibir la noticia, de forma extra oficial por
parte de un primo suyo, de que tía águeda le había cedido en herencia su piso
de la calle norte a martín. yo nunca había estado en el piso puesto que las
pocas veces que había visto a tía águeda había sido en la residencia de ancianos
donde hacía años que estaba ingresada debido a una larga y penosa enfermedad,
pero mientras nos vestíamos para ir a su funeral martín me contó muy por encima
cómo era la vivienda y me pareció un auténtico palacio. aunque era habitable
había que hacer algunas reformas importante, dijo él, porque se trataba de un
piso viejo que llevaba muchos años abandonado, pero eso no me desanimó en
absoluto para mudarnos allí cuanto antes. ese iba a ser nuestro primer hogar y
por fin íbamos a poder irnos a vivir juntos, algo que habíamos fantaseado
durante meses, pero que debido a nuestros ridículos sueldos había sido
imposible de cumplir. ahora, sin embargo, con la muerte de tía águeda, no sólo
íbamos a cumplir uno de nuestros mayores sueños, sino que además venía en forma
de regalo inesperado y podríamos ahorrarnos las visitas al banco, los créditos,
los avales bancarios, las ayudas familiares y la temida hipoteca de por vida. y
puede que escabullirnos de la solemne ceremonia en la iglesia un diez minutos
antes de que terminara para ir a visitar nuestro futuro hogar no fuera la forma
más respetable de despedirnos de tía águeda, pero ella había fallecido y
nosotros seguíamos vivos y teníamos toda la vida por delante.
el piso estaba situado en un barrio residencial muy tranquilo, con poco tráfico, algunos comercios en los bajos de los edificios y un parque a pocos metros. al entrar me sorprendieron los techos altos, la chimenea en el enorme salón y las cuatro habitaciones exteriores que ocupaban los ciento treinta metros cuadrados del piso. es cierto que había que rehacer el baño y que la cocina se había quedado muy anticuada, pero estaba tan entusiasmada con todo lo demás que no quise darle ninguna importancia a los aspectos menos positivos.
-con el dinero ahorrado podríamos empezar por el baño. algo sencillito, no hace falta que pongamos la bañera más cara del catálogo, ¿te parece bien?– dijo martín mientras abría las puertas acristaladas de un inmenso balcón que daba a la calle y yo me olvidaba de todas las bañeras y de los catálogos y me imaginaba tumbada en una hamaca en mi nuevo balcón de mi preciosa casa.
nos mudamos un mes después. teníamos tan pocas pertenencias que ocupamos tan sólo un tercio del gigantesco piso y fuimos haciéndolo nuestro con las fotos de nuestro viaje a grecia de hacía dos veranos, cortinas de tela del ikea y fundas de cojines estampados de la tienda de los chinos. estábamos felices, pletóricos, incrédulos aún por la suerte que habíamos tenido y brindando alegremente alguna madrugada a la salud de tía águeda cuando llevábamos una cuantas copas de más.
las obras empezaron un martes a las ocho de la mañana. me despertó un martilleo ensordecedor y lo primero que me vino a la cabeza fue en un catastrófico desastre natural que estaba arrasando la ciudad y, por consiguiente, también nuestro encantador piso. me levanté y salí de la habitación deprisa para descubrir de dónde provenía semejante jaleo. el suelo y las paredes retumbaban de tal modo que temí que la antigüedad de la finca no resistiera los embistes de los taladros, radiales, sierras circulares y demás herramientas que ahora sonaban al unísono de manera descontrolada.
-por dios, ¿qué es todo este ruido? – preguntó martín que también se había despertado y, plantado en medio del salón, se tapaba las orejas con ambas manos, inútilmente.
-alguien empezó las obras antes que nosotros – grité por encima del estruendo.
creo que fue esa mañana cuando, entre golpes, chirridos y martillazos, me quedé embarazada. pocos días después la vecina del cuarto nos informó de que estaban remodelando el local en los bajos y que, según el encargado de obra, en breve tendríamos una funeraria debajo de casa. no le di mucha importancia. la alegría de estar esperando un hijo secundaba la mayoría de noticias que los demás consideraban importantes y, de hecho, en algún momento me dije que era mucho mejor tener una funeraria debajo del piso que no uno de esos bares que abren hasta las tantas y cuyos clientes ignoran por completo las normas de la convivencia vecinal. a martín, sin embargo, la noticia le desagradó y soltó un comentario que me rondó por la cabeza durante mucho tiempo hasta que, efectivamente, se hizo realidad:
-vamos a estar pisando muertos en nuestra propia casa -sentenció.
la funeraria abrió en la décimo cuarta semana de mi gestación. “funeraria el reposado ocaso” anunciaba un cartel discreto colgado encima de la puerta de cristales tintados. había tenido un embarazo plácido y sin molestias hasta entonces, pero el mismo día en el que leí el letrero subí las escaleras de dos en dos con el tiempo justo para vomitar en la entrada de casa una bilis viscosa y amarga. y fue a partir de ahí cuando comencé a sentir náuseas cada mañana, mareos por las tardes y un terrible malestar a todas horas. martín se esforzaba mucho en cuidarme y mimarme: me masajeaba los pies cuando llegaba del trabajo, cocinaba platos que siempre me habían gustado y que sin embargo ahora me provocaban arcadas con sólo olerlos e intentaba hacerme reír con sus payasadas a pesar de mi constante mal humor. conseguí que el médico me diera la baja aunque me repitió y me aseguró varias veces que lo que me ocurría era algo normal y que todas las molestias que sufría iban a desaparecer en breve. pero sus pronósticos no se cumplieron. empecé a adelgazar, apenas se me notaba la barriga, dormía poco, no me apetecía hacer nada y dejé de salir de casa a pesar de las recomendaciones médicas y la insistencia de martín para que caminara. un día en el que los mareos fueron más insoportables ningún otro día se me ocurrió salir al balcón a respirar un poco de aire fresco. noté una leve mejoría inmediata y decidí quedarme un rato más allí, a la sombra de un sol de agosto abrasador que en otro tiempo no muy lejano hubiera adorado y con el que ahora apenas reparaba. al bajar la vista hacia la calle dos coches fúnebres se detuvieron delante de la entrada de “el reposado ocaso” y dos hombres jóvenes descargaron dos ataúdes de madera oscura y brillante. me quedé absorta mirando los trabajadores, vestidos con ropas oscuras, que con ceremoniosa actitud llevaron hacia dentro del local los muertos junto a sus coronas de flores, mientras algunos allegados se mantenían discretamente alejados de esta incómoda tarea. fue la primera vez en días en que me olvidé por completo de mis males. observar los coches oscuros que iban y venían, monitorizar los hombres vestidos de oscuro, contemplar las familias que lloraban la pérdida a sus seres queridos, escuchar los murmullos, las despedidas, los lamentos, los llantos y los halagos de amigos que se reunían en pequeños grupos a la entrada de la funeraria se convirtió en mi nuevo y más siniestro entretenimiento. pasaba largas horas apoyada en la barandilla viendo cómo la tragedia golpeaba a cada uno de forma distinta. me familiaricé con el dolor y el duelo y por las noches, mientras martín dormía a mí lado, pensaba en los cadáveres que esperaban sepultura debajo de nuestra casa. comencé a olerlos. también el médico me había advertido de un posible desarrollo del sentido olfativo y también me tranquilizó al respeto. lo que él no sabía, ni supo nunca, es que yo olía a muerte constantemente, de día y de noche. fuera y dentro de casa. que el hedor a podredumbre se había metido en nuestra ropa, en mi escaso pelo, entre las sábanas de la cama y dentro de mi propia tripa que cada día abultaba más a pesar de mi poca ingesta. el día que martín me encontró hecha un ovillo en un rincón del salón se asustó. no pude aguantar más y, entre sollozos, le conté lo del olor y lo de mis horas vigilando a los muertos. le supliqué que nos marcháramos de ese piso y buscáramos algo más pequeño en un barrio lleno de vida, pero él me miró extrañado, como si no supiera a lo que me estaba refiriendo, a pesar de que había sido él quien había pronunciado las palabras que cambiaron todo. luego se entregó a un monólogo interminable y predecible sobre la suerte que habíamos tenido con el piso de tía águeda, porque así lo seguía llamando él -no era nuestro piso, sino el piso de tía águeda- y lo imposible que iba a ser conseguir otra vivienda con nuestros ingresos insuficientes.
-¡vamos a tener un hijo en dos meses! –dijo como prueba concluyente y definitiva –no es el momento de hacer mudanzas. no es tu estado, cariño. además, este es un sitio perfecto para que crezca nuestro hijo: hay varias habitaciones y espacio de sobra para que gatee y juegue. hay, hay… hay incluso un parque cruzando la calle. ¿es que no te das cuenta de que somos unos privilegiados? ¿cuántos de nuestros amigos darían lo que fuera para poder vivir aquí?
se calló esperando una respuesta por mi parte. una respuesta que no llegó y que él adivinó como un éxito aplastante en su argumentación.
-sólo estás nerviosa y es algo normal y comprensible, pero cuando nazca el bebé lo verás de otra forma. te olvidarás de… de todo. –afirmó señalando algo impreciso en dirección a la calle- ahora lo que tienes que hacer es cuidarte, comer, salir a pasear. ¿qué te parece si esta noche te preparo una cena estupenda? ¿qué te apetece? dime lo que más te apetezca y lo guisaré para ti.
martín regresó tres horas después cargando con dos bolsas de plástico repletas de paquetes y envases para la cena. antes de marcharse me había sugerido que me pusiera un vestido bonito, pero me encontró en la misma posición en la que me había dejado, despeinada y ojerosa por las pocas horas de sueño. no hizo ningún comentario, sólo se limitó a sonreír y a poner el ramo de margaritas que sostenía en una mano dentro de un jarrón con agua. luego puso música y se acercó con esa expresión socarrona que en algún momento me habría convencido para hacer cualquier cosa, me cogió de las manos y me levantó del sofá con un cuidado exagerado. comenzamos a bailar lentamente. él movía sus pies y yo me limitaba a arrastrar los míos sin ninguna gracia ni predisposición. apoyada mi cabeza en su hombro intenté dejar de respirar ni que fuera durante unos segundos para poder disfrutar de ese baile torpe, aunque sabía que tarde o temprano debería volver a inhalar ese oxígeno putrefacto y cadavérico. la escena, en mi cabeza, no dejaba de ser grotesca y de mal gusto. no teníamos ningún derecho ni ninguna consideración. pero ellos estaban muertos y nosotros todavía no.
-¿lo ves? nada puede salir mal mientras estamos bailando– susurró en algún momento con un tono que pretendía ser reconfortante y que sin embargo a mí me hizo temblar de arriba a abajo. luego se paró y me miró. tenía el pelo desordenado, las mejillas enrojecidas por el calor y la mirada brillante y avispada. me besó en la frente. el calorcillo de sus labios tocando mi piel permaneció unos instantes, pero enseguida se desvaneció y sentí de nuevo tanto frío que me puse a temblar.
-voy a empezar a preparar la cena. tú siéntate, relájate y no te preocupes por nada– dijo ajeno al familiar ruido del motor de un coche que se detenía debajo de casa. sin la necesidad de asomarme al balcón, como tantas veces había hecho, pude imaginar con detalle su cara pálida y amarillenta, su piel ajada, sus manos encima del pecho y sus ojos vidriosos y opacos que durante esa cena tan especial que martín se esmeraba en cocinar iban a apuntar directamente hacia nuestro extraordinario hogar.
el piso estaba situado en un barrio residencial muy tranquilo, con poco tráfico, algunos comercios en los bajos de los edificios y un parque a pocos metros. al entrar me sorprendieron los techos altos, la chimenea en el enorme salón y las cuatro habitaciones exteriores que ocupaban los ciento treinta metros cuadrados del piso. es cierto que había que rehacer el baño y que la cocina se había quedado muy anticuada, pero estaba tan entusiasmada con todo lo demás que no quise darle ninguna importancia a los aspectos menos positivos.
-con el dinero ahorrado podríamos empezar por el baño. algo sencillito, no hace falta que pongamos la bañera más cara del catálogo, ¿te parece bien?– dijo martín mientras abría las puertas acristaladas de un inmenso balcón que daba a la calle y yo me olvidaba de todas las bañeras y de los catálogos y me imaginaba tumbada en una hamaca en mi nuevo balcón de mi preciosa casa.
nos mudamos un mes después. teníamos tan pocas pertenencias que ocupamos tan sólo un tercio del gigantesco piso y fuimos haciéndolo nuestro con las fotos de nuestro viaje a grecia de hacía dos veranos, cortinas de tela del ikea y fundas de cojines estampados de la tienda de los chinos. estábamos felices, pletóricos, incrédulos aún por la suerte que habíamos tenido y brindando alegremente alguna madrugada a la salud de tía águeda cuando llevábamos una cuantas copas de más.
las obras empezaron un martes a las ocho de la mañana. me despertó un martilleo ensordecedor y lo primero que me vino a la cabeza fue en un catastrófico desastre natural que estaba arrasando la ciudad y, por consiguiente, también nuestro encantador piso. me levanté y salí de la habitación deprisa para descubrir de dónde provenía semejante jaleo. el suelo y las paredes retumbaban de tal modo que temí que la antigüedad de la finca no resistiera los embistes de los taladros, radiales, sierras circulares y demás herramientas que ahora sonaban al unísono de manera descontrolada.
-por dios, ¿qué es todo este ruido? – preguntó martín que también se había despertado y, plantado en medio del salón, se tapaba las orejas con ambas manos, inútilmente.
-alguien empezó las obras antes que nosotros – grité por encima del estruendo.
creo que fue esa mañana cuando, entre golpes, chirridos y martillazos, me quedé embarazada. pocos días después la vecina del cuarto nos informó de que estaban remodelando el local en los bajos y que, según el encargado de obra, en breve tendríamos una funeraria debajo de casa. no le di mucha importancia. la alegría de estar esperando un hijo secundaba la mayoría de noticias que los demás consideraban importantes y, de hecho, en algún momento me dije que era mucho mejor tener una funeraria debajo del piso que no uno de esos bares que abren hasta las tantas y cuyos clientes ignoran por completo las normas de la convivencia vecinal. a martín, sin embargo, la noticia le desagradó y soltó un comentario que me rondó por la cabeza durante mucho tiempo hasta que, efectivamente, se hizo realidad:
-vamos a estar pisando muertos en nuestra propia casa -sentenció.
la funeraria abrió en la décimo cuarta semana de mi gestación. “funeraria el reposado ocaso” anunciaba un cartel discreto colgado encima de la puerta de cristales tintados. había tenido un embarazo plácido y sin molestias hasta entonces, pero el mismo día en el que leí el letrero subí las escaleras de dos en dos con el tiempo justo para vomitar en la entrada de casa una bilis viscosa y amarga. y fue a partir de ahí cuando comencé a sentir náuseas cada mañana, mareos por las tardes y un terrible malestar a todas horas. martín se esforzaba mucho en cuidarme y mimarme: me masajeaba los pies cuando llegaba del trabajo, cocinaba platos que siempre me habían gustado y que sin embargo ahora me provocaban arcadas con sólo olerlos e intentaba hacerme reír con sus payasadas a pesar de mi constante mal humor. conseguí que el médico me diera la baja aunque me repitió y me aseguró varias veces que lo que me ocurría era algo normal y que todas las molestias que sufría iban a desaparecer en breve. pero sus pronósticos no se cumplieron. empecé a adelgazar, apenas se me notaba la barriga, dormía poco, no me apetecía hacer nada y dejé de salir de casa a pesar de las recomendaciones médicas y la insistencia de martín para que caminara. un día en el que los mareos fueron más insoportables ningún otro día se me ocurrió salir al balcón a respirar un poco de aire fresco. noté una leve mejoría inmediata y decidí quedarme un rato más allí, a la sombra de un sol de agosto abrasador que en otro tiempo no muy lejano hubiera adorado y con el que ahora apenas reparaba. al bajar la vista hacia la calle dos coches fúnebres se detuvieron delante de la entrada de “el reposado ocaso” y dos hombres jóvenes descargaron dos ataúdes de madera oscura y brillante. me quedé absorta mirando los trabajadores, vestidos con ropas oscuras, que con ceremoniosa actitud llevaron hacia dentro del local los muertos junto a sus coronas de flores, mientras algunos allegados se mantenían discretamente alejados de esta incómoda tarea. fue la primera vez en días en que me olvidé por completo de mis males. observar los coches oscuros que iban y venían, monitorizar los hombres vestidos de oscuro, contemplar las familias que lloraban la pérdida a sus seres queridos, escuchar los murmullos, las despedidas, los lamentos, los llantos y los halagos de amigos que se reunían en pequeños grupos a la entrada de la funeraria se convirtió en mi nuevo y más siniestro entretenimiento. pasaba largas horas apoyada en la barandilla viendo cómo la tragedia golpeaba a cada uno de forma distinta. me familiaricé con el dolor y el duelo y por las noches, mientras martín dormía a mí lado, pensaba en los cadáveres que esperaban sepultura debajo de nuestra casa. comencé a olerlos. también el médico me había advertido de un posible desarrollo del sentido olfativo y también me tranquilizó al respeto. lo que él no sabía, ni supo nunca, es que yo olía a muerte constantemente, de día y de noche. fuera y dentro de casa. que el hedor a podredumbre se había metido en nuestra ropa, en mi escaso pelo, entre las sábanas de la cama y dentro de mi propia tripa que cada día abultaba más a pesar de mi poca ingesta. el día que martín me encontró hecha un ovillo en un rincón del salón se asustó. no pude aguantar más y, entre sollozos, le conté lo del olor y lo de mis horas vigilando a los muertos. le supliqué que nos marcháramos de ese piso y buscáramos algo más pequeño en un barrio lleno de vida, pero él me miró extrañado, como si no supiera a lo que me estaba refiriendo, a pesar de que había sido él quien había pronunciado las palabras que cambiaron todo. luego se entregó a un monólogo interminable y predecible sobre la suerte que habíamos tenido con el piso de tía águeda, porque así lo seguía llamando él -no era nuestro piso, sino el piso de tía águeda- y lo imposible que iba a ser conseguir otra vivienda con nuestros ingresos insuficientes.
-¡vamos a tener un hijo en dos meses! –dijo como prueba concluyente y definitiva –no es el momento de hacer mudanzas. no es tu estado, cariño. además, este es un sitio perfecto para que crezca nuestro hijo: hay varias habitaciones y espacio de sobra para que gatee y juegue. hay, hay… hay incluso un parque cruzando la calle. ¿es que no te das cuenta de que somos unos privilegiados? ¿cuántos de nuestros amigos darían lo que fuera para poder vivir aquí?
se calló esperando una respuesta por mi parte. una respuesta que no llegó y que él adivinó como un éxito aplastante en su argumentación.
-sólo estás nerviosa y es algo normal y comprensible, pero cuando nazca el bebé lo verás de otra forma. te olvidarás de… de todo. –afirmó señalando algo impreciso en dirección a la calle- ahora lo que tienes que hacer es cuidarte, comer, salir a pasear. ¿qué te parece si esta noche te preparo una cena estupenda? ¿qué te apetece? dime lo que más te apetezca y lo guisaré para ti.
martín regresó tres horas después cargando con dos bolsas de plástico repletas de paquetes y envases para la cena. antes de marcharse me había sugerido que me pusiera un vestido bonito, pero me encontró en la misma posición en la que me había dejado, despeinada y ojerosa por las pocas horas de sueño. no hizo ningún comentario, sólo se limitó a sonreír y a poner el ramo de margaritas que sostenía en una mano dentro de un jarrón con agua. luego puso música y se acercó con esa expresión socarrona que en algún momento me habría convencido para hacer cualquier cosa, me cogió de las manos y me levantó del sofá con un cuidado exagerado. comenzamos a bailar lentamente. él movía sus pies y yo me limitaba a arrastrar los míos sin ninguna gracia ni predisposición. apoyada mi cabeza en su hombro intenté dejar de respirar ni que fuera durante unos segundos para poder disfrutar de ese baile torpe, aunque sabía que tarde o temprano debería volver a inhalar ese oxígeno putrefacto y cadavérico. la escena, en mi cabeza, no dejaba de ser grotesca y de mal gusto. no teníamos ningún derecho ni ninguna consideración. pero ellos estaban muertos y nosotros todavía no.
-¿lo ves? nada puede salir mal mientras estamos bailando– susurró en algún momento con un tono que pretendía ser reconfortante y que sin embargo a mí me hizo temblar de arriba a abajo. luego se paró y me miró. tenía el pelo desordenado, las mejillas enrojecidas por el calor y la mirada brillante y avispada. me besó en la frente. el calorcillo de sus labios tocando mi piel permaneció unos instantes, pero enseguida se desvaneció y sentí de nuevo tanto frío que me puse a temblar.
-voy a empezar a preparar la cena. tú siéntate, relájate y no te preocupes por nada– dijo ajeno al familiar ruido del motor de un coche que se detenía debajo de casa. sin la necesidad de asomarme al balcón, como tantas veces había hecho, pude imaginar con detalle su cara pálida y amarillenta, su piel ajada, sus manos encima del pecho y sus ojos vidriosos y opacos que durante esa cena tan especial que martín se esmeraba en cocinar iban a apuntar directamente hacia nuestro extraordinario hogar.
Perfecto. Acabas de escribir un relato de horror sin un solo detalle sobrenatural, todo es perfectamente posible en nuestra realidad. Habrá quién quiera meterle ese lado de maldiciones de tía que lega una herencia envenenada y lo que quieran. Escritura hay una, lecturas infinitas. En la mía es una historia terrible sobre la mala suerte de comprar una casa en el lugar equivocado(suele pasar) y ver cómo eso deriva en obsesión. Otra vez te leo identificándome. En mi caso la obsesión son unos vecinos ruidosos que cambio por los olores nauseabundos de tu protagonista.
ResponderEliminarHabrías sido una extraordinaria guionista para aquella genial serie española, "Historias para no dormir", que combinaba el suspense, el terror, cierto costumbrismo. Sólo pensar qué puede esconderse detrás de la puerta de unos vulgares vecinos puede llevarte a lugares realmente estimulantes.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminaruau, eres increíble creando tensión e intriga.
ResponderEliminarApasionante como cada letra y cada tilde que nos regalas, reina de la prosa y de la imaginación...
ResponderEliminarMe ha llegado ese olor a muerto desde esa casa que debería haber sido lo más, como si te toca la lotería sin boleto, sin embargo, poco a poco se convierte en en auténtica pesadilla. Durante mi embarazo desarrollé mi sentido del olfato de tal manera que yo que desde pequeña era la reina de los perfumes, mi regalo de cumpleaños nunca era sorpresa, como te lo cuento, fue quedarme embarazada y no poder entrar ni al lavabo, odiar mi perfume, los geles de badedas cualquier olor que fuera maravilloso; los demás no me afectaban más que siempre, qué también me afectan mucho, tengo la pituitaria muy desarrollada, el metro a veces me hace vomitar, pero en este caso ya te digo, fueron los olores ricos, me costó varios meses después de parir, volver a lo de antes.
Valoro tu prosa no sabes cuánto, escribí algo en ese estilo en mi último post y realmente lo tuyo es don, fascina cuando ves que todo o casi todo es fruto de la imaginación, la poesía es otra cosa, yo creo qué más vómito personal, para mi, más fácil.
No me canso de repetirme... brutal Hilia¡
Abrazo siempre y buen finde
Si la cabeza dice no, es absurdo replicarla...
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